La exposición que sobre El Güegüence
organizó Merceditas Gordillo en la “Galería Tagüe”, con motivo de su segundo
aniversario, es una de las más significativas de nuestra pintura contemporánea.
En ella, los pintores –o varios de los principales—confirmaron dos logros
definitivos. El primero fue el dominio absoluto del color.
No deja de tener importancia señalar esto
porque nuestros pintores aceptaron por norma creadora, durante la década de los
sesenta y parte de la siguiente, la búsqueda de un nuevo colorido basado en una
gama austera, metálica, violenta y férrea, con tendencia a la monocromía y
dentro de una atmósfera oscura. Y aunque esa actitud fue superada hace pocos
años, tanto a nivel colectivo como individual, hasta ahora se ha desplegado con
segura firmeza en una exposición.
En ese sentido, cada uno de los cuadros
presentados por Leoncio Sáenz es una fiesta de color; titulado precisamente “La
fiesta de Diriamba” (185 x 124 c/u), este díptico reúne el mayor número de
tonos posibles integrados en un movimiento bailable, que se observa en todo el
contexto y concretamente en la iglesia y las casas, los ejecutores del
“Toro-huaco” y el paisaje. Lo que Sáenz elude en el tema: la obra El Güegüence
que sólo muy lejano e indirectamente se vincula a la fiesta patronal
diriambina; pero no olvidemos que él fue el primero en enfrentarlo y, desde
luego, su máximo dibujante hasta el
agrado de tener un imitador pictórico feliz: Alejandro Canales.
El segundo logro confirmado es la
compenetración con un elemento de la identidad nacional, a la que también se
han dirigido ampliamente nuestros pintores en los últimos años. Por eso
concibieron el tema no como algo propuesto en forma circunstancial, sino como
una tarea ineludible, como una prueba de fuego que pasaron sobre todo Alejandro
Aróstegui, Alberto Icaza y Carlos Montenegro.
Los dos “Macho Ratón” (123 x 124 c/u) de
Aróstegui, en posiciones variadas, fueron tratados como lo sabe hacer este gran
pintor, con acertada sobriedad. Los colores, el dibujo y la composición
–llevando de trasfondo el horizonte volcánico de Nicaragua—tienen esa marca. Pero
su revelación fue “El Güegüense” (185 x 124), verdadero retrato del mestizo que
se da en el rostro “ladino” y en las manos: una sosteniendo la máscara española
–que refleja la cultura impuesta por el conquistador—y la otra haciendo la
“guatuza”, es decir: rebelándose contra la imposición cultural que lo ha
creado: contra sí mismo.
Más libre y subjetiva es la interpretación
del tríptico de Icaza (270 x 70); un conjunto plegable –como el de la
bambalina--, rico en sugerencias, con un significado predominantemente
prehispánico, expresado en las fuertes, negras y pétreas texturas de los
petroglifos que representa. Con ello, el pintor nos recuerda el origen indígena
de la obra, o mejor dicho, su estructura convergiendo ligeramente con la
tradición peninsular; así lo hace ver al conseguir un efectivo contraste con
las máscaras españolas –casi de seda de tan vivas—enmarcadas en una especie de
ventana. Según esta interpretación, la riqueza teatral de El Güegüence —hondamente
aborigen— apenas participa del elemento hispánico.
Por su parte, Carlos Montenegro vio en esta
ocasión una oportunidad más para profundizar en el alma americana –como él
afirma—o nicaragüense, que sería menos impreciso. Porque “El Güegüense” es toda
una penetración psicológica en el personaje, viejo de risa malévola; “El
Alguacil”, una recreación fiel del saludo formalista; “El Gobernador
Tastuanes”, una representación de la orondez cortesana, y “Don Forsico y las
doncellas”, una escena colectiva vitalmente popular pocas veces vista y
provista de un sentido picaresco único. Con una dimensión de 103 x 74, los
cuatro poseen la perfección detallista que nos remonta al pasado ya
característica de Montenegro.
Sobre los otros expositores, tenemos poco
que decir: Sobalvarro y su rimo envolvente en “Güegüence o Macho Ratón (96 x
62) no aporta ninguna idea interpretativa de la obra, lo mismo Omar D᾽León, quien yerra en “El camalerón del Güegüense” (96 x 62) al
preferir un modelo de raza negra que parece afroantillano antes que negroide
nicaragüense. Sin embargo, D᾽León mantiene su delicadeza poética
en “Suche Malinche” (37 x 26) y la proyección de su yo en “El nefasto Macho
Ratón” (96 X 62).
Y en cuanto a las expositoras, tampoco hay
enfrentamiento directo, sino alusiones tangenciales e ingenuas a la obra,
aunque bien realizadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario