Gente
Interesante
Dice que cuando era un bebé, lo prestaron
para que fuera Niño Dios. Pero ocurrió que como era tan lindo, se enamoraron de
él y temiendo que lo robaran, en su lugar pusieron a un “chelito”. Por eso es
que el Niño Dios no es chirizo como somos en Monimbó”, comenta Manuel Antonio
García Moya. Sin duda, su versión sobre la identidad del Niño demuestra su buen humor y la irreverencia del indio
monimboseño. Porque Manuel es “El Indio García”, de sangre indígena, masaya de
nacimiento y managua a la fuerza —tuvo que venir a la capital para poder
sobrevivir.
Pero sobre todo, es un “registrador de la
historia”, que en su caso, no la escribe sino que la pinta, en chiquito, en
primitivo, en esas minúsculas figuras inamovibles y profundamente expresiva.
Manuel es el primer pintor primitivista de Nicaragua y el que ha llevado su
obra al muralismo.
El tono serio con que iniciamos la
entrevista se esfumó después de los primeros cinco minutos, pues más tarde y
sin percatarse hablaba sin parar, desplegando una sonrisa matizada por dos
dientes de oro en su dentadura postiza. Tiene 51 años de edad y treinta de
pintar. Eso no le impide recordar sus tiempos de jugador de chibolas…
Masaya: años 40. Manuel regresa a aquellos
días en los que le fascinaba elevar una cometa entre las calles polvorientas en
su barrio natal. Nació en un ambiente marginado. “Fuimos muy pobres, me
inquietaba ese deterioro y más tarde eso era lo que estaba pintando”, dice
suavemente sustituyendo las “eses” por las jotas”.
Tuvo una familia numerosa, 15 hermanos.
Ahora sólo quedan 4, porque todos se fueron muriendo cuando estaban pequeños.
Vendió verduras con su madre y cortó
café: “con eso nos sosteníamos con tal de conseguir con qué comer”. Su alegría
más grande en esos días no fue el auge de la televisión, sino haber comido los
tres tiempos. Aprendió los oficios de mecánica, zapatería, sastrería, pero
ninguno le gustó. En Managua aprendió a tomar fotografías y a restaurar rostros, oficio que más tarde lo
llevaría por las calles y el malecón del Lago para hacer fotos a la gente con
una cámara polaroid y cobrar 10 pesos por las mismas.
En el 59 llegó a la Escuela de Bellas Artes
para descubrir el verdadero sentido de sus manos y su imaginación. Encontró la
respuesta a esa inquietud de años y empezó, con el entusiasmo de los que han
encontrado el motivo de vivir, a registrar su historia y la de su país.
“Allí conocí a Rodrigo Peñalba y aprendí la
técnica del color. Nunca pensé estar en la escuela por ganar plata, sino porque
me gustaba pintar”, expresa confesando ese primer sentimiento de los artistas y
al cual muchos renuncian más tarde.
Manuel relata que en esos tiempos nadie
vivía de la pintura y nadie compraba. Él trabajaba para poder pintar y lo hizo
como office-boy, luego como dibujante publicitario y más tarde montó una
fábrica de marcos y una galería. “Quería pintar a las vendedoras, el paisaje,
mis calles. Me entusiasmaba lo que hacía”, expresa acomodándose un sombrero de
felpa negra, que usa desde hace muchos años. Nunca le interesó leer un libro
sobre pintura y es más, un amigo, Carlos Montenegro, le dijo que no lo hiciera
para que siguiera pintando tal y como lo hacía, con su estilo primitivista.
Pero fue un artista marginado. Sólo unos
pocos le admiraron su obra. Los más, negaron el hecho de estar frente a un
artista. Casi permaneció en el anonimato.
De hecho, el Manuel que conocemos emergió
de ente las sombras en la última década. Toda su obra tuvo que ser homenajeada,
por el simple hecho de merecerla, porque estaba allí, porque merece la pena
admirar lo bueno. El Indio García ha tenido mucho reconocimiento internacional,
varios premios. El mural primitivista más grande del mundo, 30 metros de alto,
pintado en Berlín, tiene su firma.
¿Qué quisiera hacer ahora?
“Quisiera volver a nacer. Ser un niño y hacer
algo maravilloso”.
Y… ¿qué le hubiese gustado ser?
“Siempre artista, siempre pintor. La vida
se termina, pero mi obra va a quedar, no para mí, sino para todo el pueblo que
está pintando allí”, dice y al ver su obra uno se da cuenta que las figuras de
Masaya están totalmente plasmadas en su obra.
El primer cuadro que hizo fue una copia de
un libro de lectura: unos venados y una laguna. “Me quedé admirado por que lo
hice muy bien. Creo que ya nace la persona con esa cualidad. Era una acuarela y
sin ser acuarelista me quedó muy bien”, confiesa con la “modestia” que
caracteriza a los artistas.
¿Qué piensa de su pintura?
“No me considero un buen pintor. El arte no
tiene límites, siempre sigue adelante. El artista está en búsqueda permanente.
Yo busco también”, comenta.
Tiene dos cuadros con los que se identifica
plenamente: El Apocalipsis y el Juicio Final. Son dos obras surrealistas
en estilo primitivista. El Apocalipsis… de liberación –como él
lo llama muestra a Monseñor Obando llevando la mitra que en este caso es la
cabeza de Reagan, hay guardias y guerrilleros sandinistas, incendios,
obscuridad.
Según la época que le toca vivir, Manuel ha
pintado su mundo: Masaya, la laguna, los ranchos, las fiestas religiosas y civiles. Va
registrando sus emociones y utiliza los colores más alegres. Se sitúa entre la
realidad y su propia opinión. Por eso lo pintado no es precisamente lo que es y
al revés.
¿Cuáles son sus actuales preocupaciones?
“Yo creo que la juventud está
descontrolada, su vida es muy agitada. No sé si el progreso ha hecho esas
cosas. El mundo sigue su curso y no puede pararlo nadie. Pero me parece que los
jóvenes están propensos a adoptar vicios y hay que cuidarse”, expresa haciendo
un gesto de desaprobación”.
“Hay otra cosa que me preocupa y es la discriminación
hacia las personas. Para mí todos somos iguales. Cada quien nace como debe
nacer y hace su vida como la quiere hacer y hay que respetarlo. No estoy de
acuerdo con la marginación a los negros, ni a los indios, por ejemplo”.
¿Y la discriminación sexual?
“Tampoco. Hay que valorar al ser humano,
sea de un sexo o del otro. Hay que ayudarnos mutuamente, para que vivamos en un
mundo feliz y en paz”.
Al pintor le gustan dos épocas del año en
especial y estas reflejan cómo se ha dividido su vida. “En agosto bailo y
brinco con Santo Domingo y en septiembre
con San Jerónimo. Los dos son chimbarones. Me alegra la marimba y los bailes
típicos. Yo soy Masaya, pero también “managua”.
Se confiesa como un enamorado empedernido.
“Las mujeres son sagradas, hay que mimarlas y darles su lugar. Cuando uno se
enamora siente amor, no sé si lujuria, es algo agradable”, expresa.
Se considera una persona amigable. “Si me
hablan, hablo. Cuando platico después tiene que aguantarme. Es verdad que tengo
una cara seria y agria, pero en el fondo soy amoroso”.
¿Qué quisiera hacer en los próximos días?
“Seguir pintando. Y pienso que hasta cuando
lleguen mis últimos suspiros de vida, estaré en la cama haciendo la última
raya”.
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