Los sencillos campesinos de nuestras
tierras, allá por los años 20S, se quedaban mirando asombrados y emocionados el
paso de una carreta entoldada llena de extraños ocupantes. Eran gente rubia con
los ojos muy azules, y hablando entre sí una lengua totalmente desconocida en
nuestros campos.
No habría sido nada raro que nuestros
tímidos campesinos, aleccionados por la cautelosa Historia, hubieran mostrado
desconfianza o aún hostilidad hacia esta familia de trashumantes extranjeros
desplazándose incansables, en misteriosas búsquedas por las aldeas y los valles
del Norte, pero el nicaragüense del campo, seguramente el más noble y limpio exponente
de los habitantes de esta tierra, es humano y bondadoso en el más auténtico
sentido del cristianismo, y predispuesto a conceder a todos los peregrinos una
franca y generosa hospitalidad. En este caso, sobre todo, disipaba la más leve
sombra de inquietud y recelo la tierna y refrescante presencia de una avispada
muchachita, de un infantito de pocos meses que despreocupado de cuanto lo
rodeaba sorbía con vital energía los maternales pechos, y una mujer que
aceptaba penalidades y fatigas con dulce resignación al par de su robusto
esposo.
La niña era excepcionalmente vivaracha, y
desde la escasa altura de sus seis años hacía constantes preguntas en su
complicada lengua sobre cada cosa que atraía sus ojos alegremente azules.
Preguntaba constantemente la niña descubriéndolo todo y clavándolo en su vivaz
imaginación con alfileres de palabras sonoras, nuevas en el lenguaje paterno; y
cuando las repetía incansable hasta aprenderlas, las cosas llamadas le
respondían refulgiendo para ella sus colores bajo la luz atronadora y
torrencial del trópico.
Así recorrieron buena parte de nuestra
Geografía, en busca del delicioso lugar entrevisto en sus ilusiones de
emigrantes como el paraíso donde sembrarían su hogar arrancado de Coppenhaggue
en Dinamarca, por su romántico espíritu de aventura. Porque esta era la familia
Gron, una de las cien familias danesas contratadas por el Gobierno de don DIEGO
MANUEL CHAMORRO para establecerse en tierras segovianas, como medio para
incrementar nuestra rudimentaria agricultura, especialmente en el cultivo de la
pequeña granja.
Dificultades, enfermedades, incumplimiento,
disensiones y sobre todo la repentina y sensible muerte del ilustre estadista
conservador que murió en el ejercicio de la presidencia, malograron aquel
hermoso proyecto que tanto bien pudo haber añadido a Nicaragua ya que don
BARTOLOMÉ MARTÍNEZ, nombrado para suceder a don DIEGO, no sólo dejo abandonados
a los daneses a su suerte, sino que mal dispuso contra ellos a los habitantes
de las regiones del Norte, lo que acabó por decidirlos a marcharse en busca de
mejores horizontes, y de las cien familias daneses contratadas apenas quedaron
dos o tres, yéndose la mayor parte hacia los Estados Unidos.
Los Gron, eran gente de recio temple y no
se rindieron fácilmente. Habían decidido Nicaragua y en Nicaragua se quedaron.
Muy pronto la tierna muchachita de los
navegantes y aguerridos Vinkings, se convirtió en una bronceada y endurecida
mocita que caracoleaba su caballo al lado del de su papá, escoltando la
entoldada carreta donde viajaba la buena madre con el Niño tierno en sus
brazos, fatigados, cubierto de polvo y sol, pero siempre entusiasta. Y así
vieron todos los caminos de la Segovias y Chontales, y así la llamaron una vez,
(unos señores granadinos que con ellos se encontraron en una hacienda de café
cercana a Matagalpa), Princesita Rayo de Sol. Aprendió a hablar con los
campesinos en su propia lengua, y les enderezaban ellos sus interminables
curiosidades sobre los ríos, los árboles, las flores, los animales, los objetos
y los niños desnuditos y panzones.
Edith se llamaba la Princesita Rayo de Sol,
y en Managua, cuando ya su familia estuvo al fin establecida con carácter de
permanencia; trabajando su padre como modesto empleado del Ferrocarril, después
de que ella retornaba de sus clases con las Madres de la Divina Pastora en la
antigua Normal de Señoritas, ayudaba a su madre a servir la pequeña Sorbetería
y restaurante que convertido luego en La Dinamarca, nombre con que asían el
recuerdo de la lejana patria, gozó por tantos años del favor del público de
Managua.
No tendría 15 años la espigada y gentil
adolescente cuando sucedió un hecho que transformó su vida milagrosamente,
enderezándola en el rumbo que le había marcado su destino. Y sucedió en la
forma simple y natural en que suceden los más grandes acontecimientos. Un día
de asueto llegó a verla una compañerita de juegos llevando en la mano una
pelota grande de barro húmedo que amasaba y con la que empezó a jugar. –“Fijáte
le dijo—, con esto hacen los indios ollas y comales y hasta muñecos”. –Prestá
dijo Edith— y empezó a jugar también, y el juego resultó entretenido. –Que
blando y sabroso es— decía mientras lo palmeaba, moldeándolo, con cariño. –¿Y
decís que con esto hacen hasta muñecos?–
El juego le había interesado mucho y ahora
se entregaba a él con posesivo entusiasmo. Quitaba, añadía y añadía pedazos,
miraba a la amiguita con fijeza y luego quitaba y añadía de nuevo. De pronto,
oh asombro, lanzó un grito llamando a su madre, porque había visto en el trozo
de barro las facciones de la amiguita. La madre no salía de su gozoso estupor
llamando a su vez a vecinos y amigos para mostrarles la escultura y la
escultora. Las manos de su Edith tenían el don de Dios. Sus dedos como los del
Padre Eterno podrían crear seres a su antojo moldeando una pelota de barro. La
amiguita miraba desde la órbita de sus ojos vacíos, con su nariz ancha, su boca
pronunciada y sus pómulos salientes, inmóvil, pero no por eso menos viva, menos
humana, menos real.
El Dr. Emilio Lacayo, eminente médico granadino
y hombre de fina cultura que fue, siendo Ministro de Educación primer
impulsador y protector de la Escuela de Bellas Artes, de la que fue primer
director el escultor Genaro Amador Lira, llevó donde éste a niña y obra, y
entusiasmado el Maestro se convirtió desde ese momento en su guía y amigo,
dedicándole predilecta atención. “Desde ese día, dice ella, hice de la
Escultura el amor de mi vida. Y esto es verdad, porque una mujer del temple de
Edith se entrega totalmente a lo que ama de verdad.
Por eso ha dejado pasar a su lado, sin
detenerse en vacilaciones ni arrepentimientos, los deseos y las ambiciones más
naturales y profundas en corazón de una mujer, como son el hogar, el esposo,
los hijos. Toda su ternura está depositada en el trabajo que ama, que ilumina
su vida y la anima a levantarse temprano cada mañana y trabajar desbordando
entusiasmo hasta terminar sin luz en la fatiga de la tarde, cumpliendo el día
cabal con la eficiencia y honestidad de un buen artesano.
Entrad al estudio de Edith Gron: Vedla en
la febril excitación de su labor. Comprenderéis como amor y arte pueden
fundirse en una sola llama que consume el espíritu. Registrad luego los
rincones. Os atemorizará la multitud de figuras, racimos de cabezas agitadas
por un viento de vida, espiándonos con los ojos huecos repletos de misterio que
tienen las estatuas.
En un rincón sorprendemos a una núbil
doncella en el rato de su virginal desnudez. Cerca de ella un mancebo parece
ofrecerle sin alarde su vigorosa virilidad. Más allá, dos amantes desnudos y
enamorados descubren la inefable liturgia del beso, haciéndonos recordar la
rase divina: “Y serán los dos una sola carne”. Este grupo tiene la misma ritual
y mística unción de El Eterno Ídolo, de Rodín.
Cabezas de Nicaragüenses. Por aquí la de
Pablo Antonio, ascético y un tanto
flemático. Después la de Carlos Bravo empinado en su habitual altura. Allí está
mi gran amigo el Padre Pallais, en aquel gesto suyo tan peculiar de cruzarse
los brazos apretados sobre el pecho, como para abrazar el universo en su
cósmico cristianismo o para encarnar y corporeizar el verbo, poético que salía
brotando de su corazón sobre su maravillosa voz mediterránea. Andrés Castro no
lanza sino muestra su piedra, que ya ha dejado de ser arma para convertirse en
símbolo, como la piedra de la honda del
pastor que esculpió Miguel Ángel. Y José Dolores Estrada, el más venerado
prócer de nuestra historia sangrienta, mostrando su aspecto bondadoso de Catón
Nicaragüense nos enseña, no a levantar el arma para herir, sino a deponerla
para arar, ambos actos igualmente heroicos y necesarios en nuestra Patria.
Pero descubrir, nicaragüenses, ante esta
cabeza violenta y nobilísima erguida sobre la esbeltez principesca de su
elevada angustia. Es nuestro Rubén, paisano inevitable, Príncipe de las Letras
Castellanas, y en sus facciones como en nuestro Continente donde crujen las
vértebras de los Andes, sentís arder el fuego de los volcanes, y oís desde su
alma de piedra como desde sus versos, caer las gotas de su melancolía. La
Escultora que lo ama ha interpretado a Rubén, en diversas actitudes, con
diversos procedimientos y diversa honda significación. En unos es el artífice
incomparable, como el renacentista Benvenuto, puliendo o engarzando sus gemas;
en otro es el hombre Rubén, colmado de atroces pensamientos, cargando su fardo
de dolor sobre este mundo terrible en duelos y en espantos; en otro es el
desmesurado y monumental Profeta de América, emergiendo la cabeza desde la
piedra recia y ardiente de la Cordillera.
De estas interpretaciones de Rubén, una ha
ido al Instituto Hispano Holandés de Ámsterdam, otra se yergue en la Avenida de
las Américas de Guadalajara, México, otro se levanta en el Parque Central de
Nicoya, Costa Rica, quizás añorando esas tierras arrancadas al regazo patrio, otra
está en Lima, Perú, y hay además en Bogotá, Colombia, y en el Salón Rubén Darío
del Congreso en el Palacio Nacional, en el Paraninfo de la Universidad Autónoma
y el Hall del Auditorio del Banco Central de Nicaragua. Y todas le han valido a la Escultora,
seguramente la mejor intérprete de la iconografía dariana, la Orden de Rubén
Darío en grado de Comendador. No se ha dado la Orden a nadie con mayores
méritos.
Ya que la quiero y la admiro sinceramente
desde hace muchos años le pregunté una vez en su estudio viéndola trabajar.
“Cuál es la obra que te hace estar más satisfecha, Edith? La próxima, me
contesta rápidamente con su franca sonrisa. Esto no es mío, –añade con
modestia;– parodio al escultor danés Thorwaldesen, pero debes comprender que un
artista que está satisfecho no avanza. Es la insatisfacción la que espolea y
estimula. La única vez que estuve de veras satisfecha fue cuando hice mi
primera escultura, la cabeza de mi amiguita en la pelota de barro que ella me
llevó”.
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