lunes, 21 de julio de 2014

Nuestra máxima escultora EDITH GRON VISTA POR ENRIQUE FERNÁNDEZ G. En: Novedades Cultural, domingo 28 de Abril de 1968.


Los sencillos campesinos de nuestras tierras, allá por los años 20S, se quedaban mirando asombrados y emocionados el paso de una carreta entoldada llena de extraños ocupantes. Eran gente rubia con los ojos muy azules, y hablando entre sí una lengua totalmente desconocida en nuestros campos.

No habría sido nada raro que nuestros tímidos campesinos, aleccionados por la cautelosa Historia, hubieran mostrado desconfianza o aún hostilidad hacia esta familia de trashumantes extranjeros desplazándose incansables, en misteriosas búsquedas por las aldeas y los valles del Norte, pero el nicaragüense del campo, seguramente el más noble y limpio exponente de los habitantes de esta tierra, es humano y bondadoso en el más auténtico sentido del cristianismo, y predispuesto a conceder a todos los peregrinos una franca y generosa hospitalidad. En este caso, sobre todo, disipaba la más leve sombra de inquietud y recelo la tierna y refrescante presencia de una avispada muchachita, de un infantito de pocos meses que despreocupado de cuanto lo rodeaba sorbía con vital energía los maternales pechos, y una mujer que aceptaba penalidades y fatigas con dulce resignación al par de su robusto esposo.

La niña era excepcionalmente vivaracha, y desde la escasa altura de sus seis años hacía constantes preguntas en su complicada lengua sobre cada cosa que atraía sus ojos alegremente azules. Preguntaba constantemente la niña descubriéndolo todo y clavándolo en su vivaz imaginación con alfileres de palabras sonoras, nuevas en el lenguaje paterno; y cuando las repetía incansable hasta aprenderlas, las cosas llamadas le respondían refulgiendo para ella sus colores bajo la luz atronadora y torrencial del trópico.

Así recorrieron buena parte de nuestra Geografía, en busca del delicioso lugar entrevisto en sus ilusiones de emigrantes como el paraíso donde sembrarían su hogar arrancado de Coppenhaggue en Dinamarca, por su romántico espíritu de aventura. Porque esta era la familia Gron, una de las cien familias danesas contratadas por el Gobierno de don DIEGO MANUEL CHAMORRO para establecerse en tierras segovianas, como medio para incrementar nuestra rudimentaria agricultura, especialmente en el cultivo de la pequeña granja.

Dificultades, enfermedades, incumplimiento, disensiones y sobre todo la repentina y sensible muerte del ilustre estadista conservador que murió en el ejercicio de la presidencia, malograron aquel hermoso proyecto que tanto bien pudo haber añadido a Nicaragua ya que don BARTOLOMÉ MARTÍNEZ, nombrado para suceder a don DIEGO, no sólo dejo abandonados a los daneses a su suerte, sino que mal dispuso contra ellos a los habitantes de las regiones del Norte, lo que acabó por decidirlos a marcharse en busca de mejores horizontes, y de las cien familias daneses contratadas apenas quedaron dos o tres, yéndose la mayor parte hacia los Estados Unidos.

Los Gron, eran gente de recio temple y no se rindieron fácilmente. Habían decidido Nicaragua y en Nicaragua se quedaron.

Muy pronto la tierna muchachita de los navegantes y aguerridos Vinkings, se convirtió en una bronceada y endurecida mocita que caracoleaba su caballo al lado del de su papá, escoltando la entoldada carreta donde viajaba la buena madre con el Niño tierno en sus brazos, fatigados, cubierto de polvo y sol, pero siempre entusiasta. Y así vieron todos los caminos de la Segovias y Chontales, y así la llamaron una vez, (unos señores granadinos que con ellos se encontraron en una hacienda de café cercana a Matagalpa), Princesita Rayo de Sol. Aprendió a hablar con los campesinos en su propia lengua, y les enderezaban ellos sus interminables curiosidades sobre los ríos, los árboles, las flores, los animales, los objetos y los niños desnuditos y panzones.

Edith se llamaba la Princesita Rayo de Sol, y en Managua, cuando ya su familia estuvo al fin establecida con carácter de permanencia; trabajando su padre como modesto empleado del Ferrocarril, después de que ella retornaba de sus clases con las Madres de la Divina Pastora en la antigua Normal de Señoritas, ayudaba a su madre a servir la pequeña Sorbetería y restaurante que convertido luego en La Dinamarca, nombre con que asían el recuerdo de la lejana patria, gozó por tantos años del favor del público de Managua.

No tendría 15 años la espigada y gentil adolescente cuando sucedió un hecho que transformó su vida milagrosamente, enderezándola en el rumbo que le había marcado su destino. Y sucedió en la forma simple y natural en que suceden los más grandes acontecimientos. Un día de asueto llegó a verla una compañerita de juegos llevando en la mano una pelota grande de barro húmedo que amasaba y con la que empezó a jugar. –“Fijáte le dijo—, con esto hacen los indios ollas y comales y hasta muñecos”. –Prestá dijo Edith— y empezó a jugar también, y el juego resultó entretenido. –Que blando y sabroso es— decía mientras lo palmeaba, moldeándolo, con cariño. –¿Y decís que con esto hacen hasta muñecos?–

El juego le había interesado mucho y ahora se entregaba a él con posesivo entusiasmo. Quitaba, añadía y añadía pedazos, miraba a la amiguita con fijeza y luego quitaba y añadía de nuevo. De pronto, oh asombro, lanzó un grito llamando a su madre, porque había visto en el trozo de barro las facciones de la amiguita. La madre no salía de su gozoso estupor llamando a su vez a vecinos y amigos para mostrarles la escultura y la escultora. Las manos de su Edith tenían el don de Dios. Sus dedos como los del Padre Eterno podrían crear seres a su antojo moldeando una pelota de barro. La amiguita miraba desde la órbita de sus ojos vacíos, con su nariz ancha, su boca pronunciada y sus pómulos salientes, inmóvil, pero no por eso menos viva, menos humana, menos real.

El Dr. Emilio Lacayo, eminente médico granadino y hombre de fina cultura que fue, siendo Ministro de Educación primer impulsador y protector de la Escuela de Bellas Artes, de la que fue primer director el escultor Genaro Amador Lira, llevó donde éste a niña y obra, y entusiasmado el Maestro se convirtió desde ese momento en su guía y amigo, dedicándole predilecta atención. “Desde ese día, dice ella, hice de la Escultura el amor de mi vida. Y esto es verdad, porque una mujer del temple de Edith se entrega totalmente a lo que ama de verdad.

Por eso ha dejado pasar a su lado, sin detenerse en vacilaciones ni arrepentimientos, los deseos y las ambiciones más naturales y profundas en corazón de una mujer, como son el hogar, el esposo, los hijos. Toda su ternura está depositada en el trabajo que ama, que ilumina su vida y la anima a levantarse temprano cada mañana y trabajar desbordando entusiasmo hasta terminar sin luz en la fatiga de la tarde, cumpliendo el día cabal con la eficiencia y honestidad de un buen artesano.

Entrad al estudio de Edith Gron: Vedla en la febril excitación de su labor. Comprenderéis como amor y arte pueden fundirse en una sola llama que consume el espíritu. Registrad luego los rincones. Os atemorizará la multitud de figuras, racimos de cabezas agitadas por un viento de vida, espiándonos con los ojos huecos repletos de misterio que tienen las estatuas.

En un rincón sorprendemos a una núbil doncella en el rato de su virginal desnudez. Cerca de ella un mancebo parece ofrecerle sin alarde su vigorosa virilidad. Más allá, dos amantes desnudos y enamorados descubren la inefable liturgia del beso, haciéndonos recordar la rase divina: “Y serán los dos una sola carne”. Este grupo tiene la misma ritual y mística unción de El Eterno Ídolo, de Rodín.

Cabezas de Nicaragüenses. Por aquí la de Pablo Antonio, ascético  y un tanto flemático. Después la de Carlos Bravo empinado en su habitual altura. Allí está mi gran amigo el Padre Pallais, en aquel gesto suyo tan peculiar de cruzarse los brazos apretados sobre el pecho, como para abrazar el universo en su cósmico cristianismo o para encarnar y corporeizar el verbo, poético que salía brotando de su corazón sobre su maravillosa voz mediterránea. Andrés Castro no lanza sino muestra su piedra, que ya ha dejado de ser arma para convertirse en símbolo, como la piedra de la  honda del pastor que esculpió Miguel Ángel. Y José Dolores Estrada, el más venerado prócer de nuestra historia sangrienta, mostrando su aspecto bondadoso de Catón Nicaragüense nos enseña, no a levantar el arma para herir, sino a deponerla para arar, ambos actos igualmente heroicos y necesarios en nuestra Patria.

Pero descubrir, nicaragüenses, ante esta cabeza violenta y nobilísima erguida sobre la esbeltez principesca de su elevada angustia. Es nuestro Rubén, paisano inevitable, Príncipe de las Letras Castellanas, y en sus facciones como en nuestro Continente donde crujen las vértebras de los Andes, sentís arder el fuego de los volcanes, y oís desde su alma de piedra como desde sus versos, caer las gotas de su melancolía. La Escultora que lo ama ha interpretado a Rubén, en diversas actitudes, con diversos procedimientos y diversa honda significación. En unos es el artífice incomparable, como el renacentista Benvenuto, puliendo o engarzando sus gemas; en otro es el hombre Rubén, colmado de atroces pensamientos, cargando su fardo de dolor sobre este mundo terrible en duelos y en espantos; en otro es el desmesurado y monumental Profeta de América, emergiendo la cabeza desde la piedra recia y ardiente de la Cordillera.

De estas interpretaciones de Rubén, una ha ido al Instituto Hispano Holandés de Ámsterdam, otra se yergue en la Avenida de las Américas de Guadalajara, México, otro se levanta en el Parque Central de Nicoya, Costa Rica, quizás añorando esas tierras arrancadas al regazo patrio, otra está en Lima, Perú, y hay además en Bogotá, Colombia, y en el Salón Rubén Darío del Congreso en el Palacio Nacional, en el Paraninfo de la Universidad Autónoma y el Hall del Auditorio del Banco Central de Nicaragua. Y  todas le han valido a la Escultora, seguramente la mejor intérprete de la iconografía dariana, la Orden de Rubén Darío en grado de Comendador. No se ha dado la Orden a nadie con mayores méritos.

Ya que la quiero y la admiro sinceramente desde hace muchos años le pregunté una vez en su estudio viéndola trabajar. “Cuál es la obra que te hace estar más satisfecha, Edith? La próxima, me contesta rápidamente con su franca sonrisa. Esto no es mío, –añade con modestia;– parodio al escultor danés Thorwaldesen, pero debes comprender que un artista que está satisfecho no avanza. Es la insatisfacción la que espolea y estimula. La única vez que estuve de veras satisfecha fue cuando hice mi primera escultura, la cabeza de mi amiguita en la pelota de barro que ella me llevó”.


No hay comentarios:

Publicar un comentario