A
principios de 1974, tres destacados pintores
nicaragüenses: Alejandro Arósteugui (1935), Orlando Sobalvarro (1943), y Róger
Pérez de la Rocha (1949), fueron invitados por el entonces director de INDESA
Lic Jaime Morales Carazo, a realizar una serie de murales de gran formato, para
el Centro Comercial Nejapa de Managua. Tanto el director de la empresa
financiera como los pintores, coincidieron en que el tema que se abordaría
consistiría en alguna manifestación que reflejara la auténtica cultura
nicaragüense.
Los
pintores volvieron sus ojos a nuestro rico pasado cultural y regresaron a sus
orígenes. Buscando su identidad, reencontraron los petroglifos: grabados
incisos en piedra, que los antiguos indígenas dibujaron, y que se encuentran en
diferentes zonas del territorio nacional; en cuevas cavernas y rocas, perdidos
en zacatales, a orillas de lagos y lagunas. En un legado ancestral, nuestros
aborígenes grabaron toda clase de misteriosos signos: mágicos y religiosos, sus
costumbres, su cultura. Todo ello, realizado dentro de una simplicidad de
líneas y austeridad de formas primitivas.
Este
herencia se ha constituido en una “silenciosa biblioteca”, según afirmara el
poeta Pablo Antonio Cuadra, en su presentación al libro: Ometepe Isla de
Círculos y Espirales (1973) del investigador: Joaquín Matilló Vila, quien
también registró numerosos petroglifos en otro importante libro: Estas Piedras
Hablan (1964). Ambas lecturas indispensables para el estudio visutal del arte
rupestre.
Con
ojos certeros y sensibles. Aróstegui, Sobalvarro y Pérez de la Rocha,
observaron detenidamente las múltiples posibilidades estéticas que ofrecían los
variados dibujos de las rocas. Recreando esta temática, trasladaron a grandes
dimensiones forma en las que predominaba el uso de la textura, a semejanza de
las piedras, en líneas incisas.
Estos
murales, que los artistas mencionados llamaron petroglifos, constituían también
una fiesta de color en acrílicos y óleos, tonos brillantes que contrastaban con
la sencillez de los diseños. Cabe señalar que cada uno de los artistas resolvía
sus propias composiciones y el colorido en forma individual, de modo que en
cada uno de los murales podía fácilmente reconocerse a su autor.
Es
importante manifestar que las grandes dimensiones de los murales dieron a las
formas prehispánicas una nueva visión: extraídas y aisladas de su ambiente
natural, crecieron, no solamente en tamaño, sino también en fuerza expresiva y
plasticidad.
Sin
embargo, este acercamiento a las raíces indígenas, no fue el primero, ni el
único en la historia de la pintura nicaragüense.
Recordamos
algunas pinturas de Aróstegui, de los años sesenta, con imágenes de inspiración
precolombina, cuadros de ídolos pétreos; otros, de formas delineadas con
mecates, rodeados de atmósferas funerales, presentes también en el arte
precolombino.
Otro
artista que también incursionó en el arte de tradición indígena, fue: Genaro
Lugo (1935), quien a partir de 1963 trabajó una serie de pinturas de ídolos,
partiendo de trípodes de cerámica, siendo una de las más importantes su obra:
“Canto a la Raza”, de 1966. Posteriormente a la realización de los murales del
Centro Comercial Nejapa, Leoncio Sáenz (1935), elaboró otros murales para el
Supermercado La Colonia de Plaza España, consistente en una recreación tipo
códice del tiangue.
Y
dentro del panorama pictórico latinoamericano, vemos también cómo muchos
artistas han recurrido a sus fuentes originales para desarrollar un arte de
indudable inspiración americana. Entre otros, podemos mencionar al gran Rufino
Tamayo (1899), creador de mitos y de la magia de su tierra; a Francisco Toledo (1937), cuya
simbología animal se encuentra en las raíces culturales de Oaxaca. En el Perú,
a Fernando de Szyslo (1925), quien parte del colorido y de la arquitectura
Inca, para desarrollar una pintura abstracta, y en el Ecuador, a Enrique Tábara
(1930), con sus series de abstracciones monocromas tomadas de su ancestro.
Los
pintores nicaragüenses que realizaron los petroglifos que nos ocupan hicieron
alto en el camino, considerando que todos ellos poseían ya una obra consistente
y codificada. Aróstegui, con sus collages de desechos y latas aplastadas, en
pinturas texturales. Pérez de la Rocha, dentro de una figuración obstinada de
monstruos y seres desnutridos. De los tres artistas, quizás fue Sobalvarro
quien obtuvo mayor influencia de su incursión en los murales. Este pintor
realizaba por esos años del setenta series de pinturas abstractas, de
superficies refinadas, dentro de un colorido denso y oscuro. A partir de los
petroglifos, Sobalvarro comienza a utilizar colores más intensos, de tierras
quemadas; recurre a formas vigorosas, hasta llegar a la serie de “Meninas” y
“Magos Precolombinos”, que realizara después de 1974.
En
su libro: Tres Conferencias a la Empresa Privada (Ediciones El Pez y la
Serpiente, p. 116, Managua, 1974), el poeta José Coronel Urtecho, en relación a
los petroglifos del Centro Comercial Nejapa, afirma: “Para mí esos murales son
como ya dije, una obra maestra de la pintura nicaragüense. Por su parte, Jorge
Eduardo Arellano, en su importante e imprescindible libro: Pintura y Escultura
de Nicaragua, (editado por el Banco Central, p. 62, Managua, 1978), afirma:
“pero el fenómeno más importante de los años setenta fue el regreso a la raíz
aborigen”…
Para
concluir, debemos expresar, que la realización de los petroglifos del Centro
Comercial mencionado, marcó un período importante en las artes plásticas
nicaragüenses. No fue éste un caso de memoria colectiva, sino, antes bien, una
forma de conciencia de nuestro pasado, una revalorización de mitos y símbolos
que pertenecen a imágenes nicaragüenses, desde lo más profundo de nuestra
cultura, y sobre todo, un legado artístico de importante y conmovedora
presencia.
Lamentablemente,
los murales del Centro Comercial Nejapa, han sido mutilados y trasladados a
instituciones y quizás hasta algunas casas particulares.
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