martes, 8 de noviembre de 2016

PINTURA Y ESCULTURA DE NICARAGUA. Por: Fidel Coloma González





El último trabajo de Jorge Eduardo Arellano

    Por la cantidad, extensión y variedad de su labor cultural, cuando hablamos de Jorge Eduardo Arellano, fácilmente acude a la memoria el nombre del insigne don Marcelo Menéndez y Pelayo. Se le parece en la labor pertinaz, en el acometimiento de tareas que fatigarían a varios equipos de investigadores, en la incesante búsqueda de nuevos ángulos en la cultura nacional. Se le parece hasta en las críticas  y reparos que suscita, que tampoco faltaron a don Marcelino. Naturalmente, todo esto en el ámbito de nuestras modestas culturas criollas. No ha contado Arellano (¿Quién los tiene?) con el patronazgo de amigos, aristócratas y grandes políticos aficionados como los que respaldaron al eminente santanderiano. Se ha impuesto, pese a todo, Jorge Eduardo, y consigue ahora que el Banco Central le patrocine su nuevo trabajo, Pintura y Escultura de Nicaragua, que comentamos.

HISTORIA DEL ARTE Y CULTURA

    Historiar el arte de un país, significa penetrar en sus coordenadas espirituales. Significa captar la índole nacional, siempre cambiante por su permanente enfrentamiento con la vida. La pintura, la escultura, la arquitectura, la alfarería y otras artes menores, de algún modo revelan la aventura ideológica de un pueblo, la manea como va tomando conciencias de sí mismo, frente a sus problemas sociales, económicos y culturales, frente a la naturaleza que le rodea, ante su propia personalidad. Se ha llegado a decir que no existe el artista individual (Goldmann), que sólo existe la sociedad manifestándose a través de las obras de arte. Quién sabe. Pero es indiscutible que entre obra de arte y sociedad existe una relación de recíproca influencia. Ya no hablemos de las épocas en que, por circunstancias especiales, los problemas artísticos eran patrimonio común de la colectividad. Recordemos a los holandeses que desfilaban ante los cuadros de Rembrandt. O a los españoles acudiendo a contemplar el último retrato de Velásquez. O al pópolo de Florencia participando fieramente en las discusiones que separaban a Leonardo de Miguel Ángel. En este aspecto, sentimos ahora la ausencia de las exposiciones de Bellas Artes, tan concurridas, que Rodrigo Peñalba organiza en aquella Plaza frente a su vieja Escuela. Son necesarias y educativas para las masas.

TRASCENDENCIA DEL TRABAJO

    Desde ese punto de vista, el trabajo de Arellano adquiere trascendencia, pues nos ayuda a comprender la evolución de las artes plásticas y, en consecuencia, a apreciar cuáles son las coordenadas de la cultura nacional. Los artistas han expresado y expresan las características cambiantes de lo que podríamos llamar la conciencia nacional nicaragüense. Sus obras son el mejor documento para comprenderla.

TRADICIÓN PLÁSTICA

    Desde hace tres decenios asistimos a la formación de un grupo muy significativo d artistas que hoy atraen la crítica extranjera y que ya tienen, como Armando Morales, consagración mundial. Otros, como Ramem, en México, o como Palma Ibarra, en Italia, han desenvuelto y afirmado su talento en el exterior. Cabe entonces preguntarse si todos estos artistas, excelentes, surgieron en Nicaragua por azar, si no tienen antecedentes en el arte nacional. En otras palabras, si existe una tradición plástica en Nicaragua.

    La lectura del estudio de Arellano nos permite contestar afirmativamente. Existe en el país una tradición plástica que se remonta a las culturas indígenas. A propósito de las pinturas de animales que se encuentran en la cerámica india primitiva, Arellano afirma que “el hombre prehistórico de nuestros lares desarrolló vivamente un concepto de la belleza similar al nuestro” (Pág. 5). Me parece un juicio bastante certero. Porque, ¿qué quiere decir tradición? Tradición significa trasmisión, es decir, que esas pinturas y decoraciones indígenas, de alguna manera se han integrado a la experiencia del vivir nicaragüense; las experiencias, el modo de ver las cosas, las intuiciones del mundo que ella expresan, están o siguen presentes en la mentalidad colectiva. Citemos, como ejemplar, a Pablo Antonio Cuadra, que ahondando en esas vivencias ancestrales indígenas, plasmadas en decoraciones primitivas nahuales, traslada ese terror, ese miedo, esa maravilla ante el mundo, a su poemario El Jaguar y la Luna (1959).

EL LEGADO COLONIAL

    En el capítulo segundo, estudia la pintura en la Colonia. La orientación general fue piadosa: representaciones de imágenes de santos o de la Sagrada Familia. El artista vivía a la sombra de la Iglesia o era protegido por familias devotas, que le encomendaban pinturas para retablos. A veces, en algún cuadro, se deslizaba el retrato de los mecenas. Conmovedoras figuras. Nos informa Arellano que el Banco Central posee en su colección once óleos coloniales, pintados sobre “tela, madera o láminas de cobre o zinc”. (Pág. 9 nota 6). Suponemos que pertenecieron, todos a su mayor parte, a la colección del poeta Enrique Fernández. Al analizar estos magros restos de lo que debió ser una producción bastante rica, se plantea uno problemas que todavía quedan por resolverse. Por ejemplo, las relaciones de este arte con Guatemala, la determinación del ancestro indígena de estos pintores, las relaciones (tal vez envío de modelos o machotes) con la Madre Patria o con otras zonas de América. Una cuestión muy interesante: ¿Por qué no produjo Nicaragua un barroco mestizo, de influjo indio, como el que floreció en Ecuador, Perú o México?

LA PINTURA DEL SIGLO XIX COLONIAL PERO NO ROMÁNTICA

    La pintura del Siglo XIX manifiesta una supervivencia del influjo colonial. La rigidez de las formas y lo estereotipado de muchas actitudes así lo manifiestan. Los pintores devotos continúan, “todos originarios de León”, dice Arellano: Julio Jerez, Benito Ruiz, Agustín Vásquez, que estudió en Colombia, Dolores Guzmán. Aparece algo importante: el extenso cultivo del retrato laico, que se hizo una moda o necesidad social. Pintar retratos se convirtió en una especie de industria. Sólo a uno de estos artistas, Toribio Jerez, se le atribuyen varios centenares de cuadros, que primordialmente son retratos. Este es síntoma revelador de que se han producido cambios sociales importantes. Una nueva clase la burguesía criolla, afirma decididamente su poderío, su presencia mundana; el interés que se conozca su carácter, su individualidad. De allí la preocupación psicológica de Toribio Jerez. Las figuras son todavía hieráticas, expresión de una sociedad aun rígidamente estamentada, cuyas personalidades principales son obispos, grandes burócratas, militares o importantes hacendados, tal como nos señala Germán Romero, en un ensayo excelente.

    Otros retratistas hubo en el mismo siglo: Adolfo León, Ramón de Santelices, que a nuestro parecer, participan de las mismas características de Toribio Jerez. Pasa enseguida Arellano a estudiar el grabado popular de las jícaras y guacales, delicioso arte folklórico que manifiesta la supervivencia de motivos y técnicas indígenas y coloniales.

    Frente a este arte del Siglo XIX, cabe preguntarse a qué se debe su escasa variedad, porque no existan retratos de niños y jóvenes, escenas hogareñas, bodegones, paisajes. Es de suponer que es por la misma estructura rígida, de fuerte influjo colonial y religioso, de la sociedad. Los cuadros se encomiendan con exvotos, como patentes para la eternidad, con la única diferencia de que ahora se exhiben en los salones de las casonas burguesas. Son prenda de inmortalidad, pero también exposición de poderío.

EL PAISAJE

    La ausencia de paisajes no es rara. Parece que se perdió, o no vino nunca de España, la tradición del paisaje de Velásquez o de Goya. Fueron los viajeros  y pintores europeos del Siglo XIX, quienes nos enseñaron a descubrir nuestra naturaleza. En realidad, el primero fue un escritor, Chateaubriand. El paisaje de América fue un descubrimiento del romanticismo. El pintor alemán Rugendas, por ejemplo, enseñó a peruanos, chilenos y argentinos, a admirar los aspectos  pintorescos e impresionantes de su naturaleza. Aquí en Nicaragua pueden descubrirse señales de esta sensibilidad extranjera frente a la naturaleza nicaragüense, en las ilustraciones de Squier a su libro. En realidad, para que exista sensibilidad ante el paisaje es necesario que exista un proceso de urbanización. Tiene que producirse un distanciamiento frene al paisaje para descubrirlo. Y las ciudades nicaragüenses  de la época todavía eran incipientes, eran centros a donde se encontraban los finqueros en el invierno.

    Esto me explica algo que me ha llamado siempre la atención en Rubén Darío como paisajista. Sus paisajes literarios, de Nicaragua y el trópico, son algo esquemáticos, un poco rígidos y repetidos. Parece que formación pictórica la realizó en Chile, donde predominaba el influjo del pintoresquismo romántico de Fortuny del pompierismo francés de fin de siglo, aunque ya había tendencias impresionistas. No encuentro en él un entusiasmo excesivo por los impresionistas ni, mucho menos, después, por el cubismo, el expresionismo, cuyas primeras luchas tienen que haber conocido pero sobre las cuales no habla.  Alguna vez pensábamos, con Rodrigo Peñalba, en que alguien calificado, estudiara las ideas pictóricas de Rubén. Una fuente importante está en la revista Mundial Magazine, donde muestra sus predilecciones plásticas, y la cual requiere un estudio iconográfico. La colección completa está en el Banco Central. Otra tiene José Jirón. Volvamos a este trabajo de Arellano, que tantas inquietudes despierta.

JUAN BAUTISTA CUADRA Y LOS PRIMEROS DECENIOS DEL SIGLO XX

    En la pintura del primer tercio del siglo XX, el primero es Juan Bautista Cuadra, pintor leonés. Su arte significa un enorme avance. Supera a sus predecesores, pero los continúa. Con el retrato, por ejemplo. Los supera en variedad, que dota sus modelos de una suave tristeza o de expresiones que recuerdan a Goya. Hay el temperamento de un romántico en Cuadra. Cultiva el paisaje, por influjo literario, me imagino, por haber visto cuadros europeos que traerían las familias burguesas que realizaban el inevitable viaje a París. No veo influencias del pompierismo en él, tan caro a la burguesía de fin del siglo y comienzos del presente: figuras de emperadores  y guerreros antiguos, odaliscas, príncipes musulmanes, etc. Nada de eso hallamos en Cuadra: sólo una sensibilidad impresionista y romántica, un acercamiento penetrante a la sicología de sus personajes, que ahora enfoca fuera de la rigidez de un Toribio Jerez, directamente en el rostro del retratado.

     Todo un grupo de pintores se forma en torno a Cuadra, en León, nos informa Arellano (Pág. 25). Me llama la atención uno: Pastor Peñalba que entiendo es el padre Rodrigo Peñalba. Otros nombres: A. González y Moncada, que no sé si será el mismo que fue secretario de Augusto C. Sandino. Se produce en realidad, a comienzos del siglo una floración de pintores, venidos de todos los ámbitos del país: Segundo Almanzor de la Rocha, granadino, formado en Alemania; Bonifacio Sandoval, chinandegano, estudiante en Francia; en fin, pintores de Jinotega, Masaya y otros lugares. A Alejandro Alonso Rochi, a quien podríamos llamar un impresionista moderado, sobresaliente en sus exquisitos cuadros de flores, dedica Arellano un capítulo especial, lo mismo que a Rogerio de la Selva, cuyas tallas policromadas más bien lo ubican en la línea de la nueva plástica mexicana.

LA GENERACIÓN VANGUARDISTA

    Y llegamos a una época decisiva en el desarrollo histórico social de Nicaragua. Son los años veinte, el período inmediatamente posterior a la Primera Guerra Mundial, que se caracteriza por fuertes crisis económicas, trastornos sociales, la Guerra Sandinista, la Intervención Americana. Y en arte, por el expresionismo que se canaliza en diversas tendencias de vanguardia.

    Época contradictoria y confusa es esta. Pues si bien un grupo de escritores y artistas asume decisivamente las ideas de renovación, ellos son todavía muy jóvenes, y  deben convivir, o enfrentarse con representantes de las corrientes tradicionales que venían de comienzos de siglo: romanticismo, impresionismo, modernismo.

    Es lo que estudia Arellano en este período. Destaca a Joaquín Zavala Urtecho, el pintor y dibujante profesional del grupo de vanguardia granadino. Hombre de múltiples actividades e iniciativas, es quien realmente educa el gusto de su generación en las nuevas formas.  Sus caricaturas y xilografías, publicadas en periódicos y revistas, contribuyen a formar una nueva sensibilidad frente al arte. Señala Arellano además el influjo de Enrique Fernández Morales, a quien rinde un merecido como “introductor bibliográfico del arte moderno en nuestro medio”, “revaluador de la tradición artística nacional –casi perdida y olvidada— al reunir muestras de imaginería  pinturas coloniales y decimonónicas”, como gestor de vocaciones artísticas” (Página 32).

    En la sección siguiente, “Artistas tradicionales del siglo XX”, estudia Arellano a varios pintores que prosiguen la tradición impresionista, romántico-realista que había inaugurado Cuadra. Menciona también a algunos “aficionados” como Carlos Molina Argüello, con sus paisajes ocasionales”, y yo agregaría a Mariano Fiallos Gil, del cual se conservan paisajes leoneses, de segura mano, buen colorido y sentimiento. De todo este grupo, parece ser Rubén Cuadra Hidalgo, el más importante. Sobre todo, por la labor docente que ha realizado en León.

LA ECLOSIÓN PICTÓRICA DEL MEDIO SIGLO LA ESCUELA DE PEÑALBA

    La segunda gran sección del trabajo de Arellano, se titula “Desarrollo contemporáneo”. Está dedicada a la labor cumplida por Rodrigo Peñalba y a los pintores de Bellas Artes, por él fundada, se formaron.

    “Nuestro primer pintor moderno es, sin duda alguna Rodrigo Peñalba”, dice Arellano (p. 39). Pero ¿qué quiere decir pintor moderno? Yo entiendo por ello (Perdóneseme, no soy especialista), a un pintor formado en una academia o taller, donde se ha prestado atención a los aspectos anatómicos, al dibujo, a la perspectiva, a la teoría del color, a la historia y a la apreciación artística, sometido a la vigilancia de uno o varios maestros, de compañeros, igualmente preparados, por varios años. Esta es la suerte que tuvo Nicaragua con la llegada de Peñalba. Nacido en 1908, de familia de tradición plástica leonesa, había pasado gran parte de su juventud estudiando en academias de España, Italia y Estados Unidos. Un total de quince años o más años. Trajo una sensibilidad entrenada, una cultura sólida, una ejercitación técnica y práctica segura (el pintor es un artesano, en gran medida), una metodología.

    Es lo que introdujo en su Escuela Nacional de Bellas Artes, que funda en 1948. Estableció la noción fundamental de que la pintura o la escultura es un oficio, como se dice ahora, de tiempo completo. En él, para desarrollar tarea seria, hay que ser profesional, abandonar el diletantismo. Ejercicios rigurosos de academia, exploración sistemática de las capacidades de cada cual, ensayo de formas y procedimientos, hasta encontrar cada uno su camino, su propia vía de creación. Disciplina, dentro de la libertad, he ahí la clave de su método y de su éxito. No impuso, pues, sus propias inclinaciones artísticas: formó pintores, escultores, no creó una “escuela”.

DIVERSIDAD ESTÉTICA DEL GRUPO

    Por eso, lo primero que llama la atención en todos los pintores de este grupo, es su diversidad. Cada uno ha seguido su personal estética. En técnica, en concepto de la composición y del cuadro, en el valor del colorido y del dibujo, en fin, en el tratamiento de lo que Barthez llamaría los signos pictóricos. Se parecen, sí, en una cosa. En su preocupación por expresar la realidad nicaragüense. Es el camino que enseñó Peñalba para alcanzar lo universal: partir de lo particular nacional.

LA LECCIÓN DE PEÑALBA

    Es interesante reproducir (y esta reseña se alarga), una cita que trae Carlos Alemán Ocampo en un trabajo inédito sobre el desarrollo de la pintura nicaragüense y que reproduce Arellano en página 42: “Peñalba –se leía en La Nueva Prensa de agosto 1948— los conduce a veces de la mano y mostrándoles con el índice de su mano la línea del horizonte, los cerros que se levantan en la apenas visible ribera izquierda, los colores violentos con que se arrebola la tarde y la franja verde de la cercana ribera, les dice: Esto es lo que yo quiero de ustedes: que pinten lo que es propio de nuestra tierra. Yo quiero que ustedes piensen, sientan y vean con sentido de nuestra propia raza”. Nobilísimas palabras del maestro, que deberían inscribirse con letras de oro en todas nuestras escuelas: es el estudio de la realidad nacional el camino para universalizarse.

EL GRUPO DE PINTORES

    Lo que sigue es historia contemporánea. Todos hemos asistido al crecimiento de este grupo de pintores. Hemos visto la aparición de “Praxis”, la fundación de galerías y talleres. El artista pintor y escultor es hoy un profesional. Pocos aceptan algún trabajo marginal (profesorado, por ejemplo). La mayoría son pintores de jornada completa. En la sección tercera, titulada “Nuestra simpatías y diferencias”, dedica Arellano estudios especiales a algunos pintores de estas generaciones: Armando Morales, Alejandro Aróstegui, César Caracas, Omar D´León, Leoncio Sáenz, Leonel Vanegas, Orlando Sobalvarro, César Izquierdo, Genaro Lugo, Dino Aranda, Alberto Ycaza, Bernard Dreyfus, Rolando Castellón, Carlos Montenegro, Silvio Bonilla, Bayardo Gámez, Róger Pérez de la Rocha, Leonel Cerrato y otros más jóvenes. Muchos de ellos, como hemos dicho, han conquistado consagración internacional.

EL TRASFONDO SOCIAL

    Esta exposición artística de Nicaragua coincide con la expansión económica a raíz del cultivo del algodón. La burguesía se nutre de nuevas capas, se enriquece, tiene dinero para invertirlo en arte.

    En este aspecto, es decisiva la influencia de personalidades que orientaron el gusto público. No se entendería este auge artístico sin la prédica constante de Pablo Antonio Cuadra en LA PRENSA en donde ha dado a todos acogida. Tampoco sería explicable, sin ciertas iniciativas como la de Guillermo Rothschuh Tablada, director a la sazón del Goyena, que encomendó a Francisco Pérez Carrillo y César Caracas que pintaran murales en el viejo Goyena (que causaron escándalo en su tiempo y que destruyó el terremoto). Iniciativa que hoy imitan los bancos y las grandes casas comerciales. El arte decora y condecora la posesión y el poder. A lo mismo obedece el afán coleccionista de los particulares que, además de juntar “antigüedades”, objetos coloniales y cerámica indígena, compran cuadros, los exhiben y se enorgullecen de ellos. La plástica se introduce y muchas veces da sentido a la vida cotidiana de nuestra burguesía y hasta nuestra incipiente clase media. Diariamente veo una estatua (¿reproducción de una griega?), de una mujer, sobresaliendo en un jardín pequeño de mi barriada.

LA ESCULTURA

     En la  “Reseña de la escultura” estudia las manifestaciones escultóricas en Nicaragua, desde la época colonial hasta nuestros días. No registra Arellano, y lo sentimos, las esculturas indígenas en piedra, cuyos magníficos exponentes estuvieron en la entrada del antiguo Colegio Centroamérica (Ignoro su destino actual). Revisa la imaginería colonial, se detiene en los escultores Antonio Sarria, Jorge Navas y Roberto de la Selva, para llegar a Edith Grön, Fernando Saravia, y señalar los trabajos de Ernesto Cardenal, Noel Flores, Leoncio Sáenz, Sobalvarro, Silvia Díaz, Pablo Vivas y otros.

    La escultura es arte monumental, cercanamente unido a la arquitectura. Es decir, el escultor depende en mucho de los encargos que le hagan los poderes públicos o las grandes instituciones privadas. En ese aspecto no observamos un progreso. Será que la escultura no ha sido puesta de moda por los modernos “decoradores de interiores”, que prefieren objetos de bric-a-brac traídos de Estados Unidos o Europa, antes que una escultura nacional.

    En este aspecto es justo mencionar también la labor pionera realizada por Guillermo Rothschuh Tablada, quien fue el primero en comprender el impacto educativo que tiene para el pueblo la escultura. Ya en 1956, encargó a Edith Grön la estatua de Andrés Castro, que hoy se ubica a la entrada del camino que conduce a San Jacinto. No veo yo ahora que las Universidades (Mariano Fiallos Gil si impulsó ese arte), ni los grandes bancos, ni los grandes edificios contemplen lo escultórico como parte integral de sus complejos arquitectónicos. Nada observo en Metrocentro, por ejemplo. Ahora en las escuelas ni siquiera se encuentran las cabezas de Rubén Darío que modeló Edith Grön.

    El trabajo de Arellano, terina en dos secciones más, una “Bibliografía de la pintura y la escultura en Nicaragua”, un trabajo monográfico sobre Roberto de la Selva (1895-1957), y otro sobre Ramem. Al final, se agregan reproducciones de cuadros importantes.

EL MENSAJE DEL LIBRO

    Largamente nos hemos extendido en la reseña de ese trabajo de Arellano. Su importancia lo amerita. Ahora, ¿qué nos queda de la lectura de esta obra? Es un sentimiento de placer, de alegría. Alegría de palpar cómo, pese a las estrecheces y a las limitaciones de toda suerte, se van imponiendo nuevas actividades y formas culturales. Contemplar cómo el hombre va construyendo su destino, pese a todo, es siempre algo que admira y complace. Así ocurre con esta presentación de la evolución plástica de Nicaragua. Asistimos a lo que llamaría Wolfflin, “la génesis de la visión moderna en Nicaragua. A un paulatino descubrimiento de la realidad nacional  y a la formación de una conciencia artística que lentamente se va apropiando de ella, la va trabajando, interpretando su sentido, para trasladarlo a los signos pictóricos. Se ha ido formando una “teoría plástica” nacional, que mantiene estrecha relación con el proceso que ha sufrido la literatura.

NECESIDAD DE MÁS ESTUDIOS ESPECIALISTAS

    No somos especialistas en crítica de arte. Por eso no quisimos emitir apreciaciones sobre la obra de los pintores contemporáneos. Esto mismo, nos hace pensar en la necesidad que hay de formar críticos capacitados en crítica e historia del arte. Hay ambiente, capacidad y gente interesada. Este programa lo podrían asumir, en forma conjunta, las Universidades y la Escuela Nacional de Bellas Artes. Se necesita una legión de críticos que asuman la tarea de realizar monografías sobre estos grandes pintores que está produciendo Nicaragua. Estudios monográficos sobre períodos enteros de los que sabemos muy poco. Análisis estilísticos de grupos, generaciones y tendencias. En fin, toda una labor que venga a completar esta magnífica obra que nos entrega Arellano.

Y RECOMENDACIONES FINALES

    Es justo felicitar a las autoridades del Banco Central por haber patrocinado la publicación de este libro. Al Dr. Roberto Incer Barquero y al Dr. Noel  Lacayo Barreto, Director del Boletín Nicaragüense de Bibliografía y Documentación, que llega a su número vigésimo, donde le dio cabida. Es recomendable que este libro sea editado como obra independiente, con el mayor número posible de reproducciones en color. La trascendencia de esta obra lo exige, y  los recursos del Banco lo hacen factible.

    Por último, que se publiquen los trabajos inéditos sobre historia del arte nacional, que tienen escritos Carlos Alemán Ocampo y Enrique Fernández Morales, según nos informa Arellano. Los necesita la cultura nacional.

Recinto Universitario “Rubén Darío”, mayo de 1978.

                                            

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