El
último trabajo de Jorge Eduardo Arellano
Por la cantidad, extensión y variedad de su labor cultural, cuando
hablamos de Jorge Eduardo Arellano, fácilmente acude a la memoria el nombre del
insigne don Marcelo Menéndez y Pelayo. Se le parece en la labor pertinaz, en el
acometimiento de tareas que fatigarían a varios equipos de investigadores, en
la incesante búsqueda de nuevos ángulos en la cultura nacional. Se le parece
hasta en las críticas y reparos que
suscita, que tampoco faltaron a don Marcelino. Naturalmente, todo esto en el
ámbito de nuestras modestas culturas criollas. No ha contado Arellano (¿Quién
los tiene?) con el patronazgo de amigos, aristócratas y grandes políticos
aficionados como los que respaldaron al eminente santanderiano. Se ha impuesto,
pese a todo, Jorge Eduardo, y consigue ahora que el Banco Central le patrocine
su nuevo trabajo, Pintura y Escultura de Nicaragua, que comentamos.
HISTORIA DEL ARTE Y CULTURA
Historiar
el arte de un país, significa penetrar en sus coordenadas espirituales.
Significa captar la índole nacional, siempre cambiante por su permanente
enfrentamiento con la vida. La pintura, la escultura, la arquitectura, la
alfarería y otras artes menores, de algún modo revelan la aventura ideológica
de un pueblo, la manea como va tomando conciencias de sí mismo, frente a sus
problemas sociales, económicos y culturales, frente a la naturaleza que le
rodea, ante su propia personalidad. Se ha llegado a decir que no existe el
artista individual (Goldmann), que sólo existe la sociedad manifestándose a
través de las obras de arte. Quién sabe. Pero es indiscutible que entre obra de
arte y sociedad existe una relación de recíproca influencia. Ya no hablemos de
las épocas en que, por circunstancias especiales, los problemas artísticos eran
patrimonio común de la colectividad. Recordemos a los holandeses que desfilaban
ante los cuadros de Rembrandt. O a los españoles acudiendo a contemplar el
último retrato de Velásquez. O al pópolo
de Florencia participando fieramente en las discusiones que separaban a
Leonardo de Miguel Ángel. En este aspecto, sentimos ahora la ausencia de las
exposiciones de Bellas Artes, tan concurridas, que Rodrigo Peñalba organiza en
aquella Plaza frente a su vieja Escuela. Son necesarias y educativas para las
masas.
TRASCENDENCIA DEL TRABAJO
Desde ese punto de vista, el trabajo de Arellano adquiere trascendencia,
pues nos ayuda a comprender la evolución de las artes plásticas y, en
consecuencia, a apreciar cuáles son las coordenadas de la cultura nacional. Los
artistas han expresado y expresan las características cambiantes de lo que
podríamos llamar la conciencia nacional nicaragüense. Sus obras son el mejor
documento para comprenderla.
TRADICIÓN PLÁSTICA
Desde hace tres decenios asistimos a la formación de un grupo muy
significativo d artistas que hoy atraen la crítica extranjera y que ya tienen,
como Armando Morales, consagración mundial. Otros, como Ramem, en México, o
como Palma Ibarra, en Italia, han desenvuelto y afirmado su talento en el
exterior. Cabe entonces preguntarse si todos estos artistas, excelentes,
surgieron en Nicaragua por azar, si no tienen antecedentes en el arte nacional.
En otras palabras, si existe una tradición plástica en Nicaragua.
La lectura del estudio de Arellano nos permite contestar
afirmativamente. Existe en el país una tradición plástica que se remonta a las
culturas indígenas. A propósito de las pinturas de animales que se encuentran
en la cerámica india primitiva, Arellano afirma que “el hombre prehistórico de
nuestros lares desarrolló vivamente un concepto de la belleza similar al
nuestro” (Pág. 5). Me parece un juicio bastante certero. Porque, ¿qué quiere
decir tradición? Tradición significa
trasmisión, es decir, que esas pinturas y decoraciones indígenas, de alguna
manera se han integrado a la experiencia del vivir nicaragüense; las
experiencias, el modo de ver las cosas, las intuiciones del mundo que ella
expresan, están o siguen presentes en la mentalidad colectiva. Citemos, como
ejemplar, a Pablo Antonio Cuadra, que ahondando en esas vivencias ancestrales
indígenas, plasmadas en decoraciones primitivas nahuales, traslada ese terror,
ese miedo, esa maravilla ante el mundo, a su poemario El Jaguar y la Luna (1959).
EL LEGADO COLONIAL
En el capítulo segundo, estudia la pintura en la Colonia. La orientación
general fue piadosa: representaciones de imágenes de santos o de la Sagrada
Familia. El artista vivía a la sombra de la Iglesia o era protegido por
familias devotas, que le encomendaban pinturas para retablos. A veces, en algún
cuadro, se deslizaba el retrato de los mecenas. Conmovedoras figuras. Nos
informa Arellano que el Banco Central posee en su colección once óleos
coloniales, pintados sobre “tela, madera o láminas de cobre o zinc”. (Pág. 9
nota 6). Suponemos que pertenecieron, todos a su mayor parte, a la colección
del poeta Enrique Fernández. Al analizar estos magros restos de lo que debió
ser una producción bastante rica, se plantea uno problemas que todavía quedan
por resolverse. Por ejemplo, las relaciones de este arte con Guatemala, la determinación
del ancestro indígena de estos pintores, las relaciones (tal vez envío de
modelos o machotes) con la Madre Patria o con otras zonas de América. Una
cuestión muy interesante: ¿Por qué no produjo Nicaragua un barroco mestizo, de
influjo indio, como el que floreció en Ecuador, Perú o México?
LA PINTURA DEL SIGLO XIX COLONIAL PERO NO ROMÁNTICA
La pintura del Siglo XIX manifiesta una supervivencia del influjo
colonial. La rigidez de las formas y lo estereotipado de muchas actitudes así
lo manifiestan. Los pintores devotos continúan, “todos originarios de León”,
dice Arellano: Julio Jerez, Benito Ruiz, Agustín Vásquez, que estudió en
Colombia, Dolores Guzmán. Aparece algo importante: el extenso cultivo del
retrato laico, que se hizo una moda o necesidad social. Pintar retratos se
convirtió en una especie de industria. Sólo a uno de estos artistas, Toribio
Jerez, se le atribuyen varios centenares de cuadros, que primordialmente son
retratos. Este es síntoma revelador de que se han producido cambios sociales
importantes. Una nueva clase la burguesía criolla, afirma decididamente su
poderío, su presencia mundana; el interés que se conozca su carácter, su
individualidad. De allí la preocupación psicológica de Toribio Jerez. Las
figuras son todavía hieráticas, expresión de una sociedad aun rígidamente
estamentada, cuyas personalidades principales son obispos, grandes burócratas,
militares o importantes hacendados, tal como nos señala Germán Romero, en un
ensayo excelente.
Otros retratistas hubo en el mismo siglo: Adolfo León, Ramón de
Santelices, que a nuestro parecer, participan de las mismas características de
Toribio Jerez. Pasa enseguida Arellano a estudiar el grabado popular de las
jícaras y guacales, delicioso arte folklórico que manifiesta la supervivencia
de motivos y técnicas indígenas y coloniales.
Frente a este arte del Siglo XIX, cabe preguntarse a qué se debe su
escasa variedad, porque no existan retratos de niños y jóvenes, escenas
hogareñas, bodegones, paisajes. Es de suponer que es por la misma estructura
rígida, de fuerte influjo colonial y religioso, de la sociedad. Los cuadros se
encomiendan con exvotos, como patentes para la eternidad, con la única
diferencia de que ahora se exhiben en los salones de las casonas burguesas. Son
prenda de inmortalidad, pero también exposición de poderío.
EL PAISAJE
La ausencia de paisajes no es rara. Parece que se perdió, o no vino
nunca de España, la tradición del paisaje de Velásquez o de Goya. Fueron los
viajeros y pintores europeos del Siglo
XIX, quienes nos enseñaron a descubrir nuestra naturaleza. En realidad, el
primero fue un escritor, Chateaubriand. El paisaje de América fue un
descubrimiento del romanticismo. El pintor alemán Rugendas, por ejemplo, enseñó
a peruanos, chilenos y argentinos, a admirar los aspectos pintorescos e impresionantes de su naturaleza.
Aquí en Nicaragua pueden descubrirse señales de esta sensibilidad extranjera
frente a la naturaleza nicaragüense, en las ilustraciones de Squier a su libro.
En realidad, para que exista sensibilidad ante el paisaje es necesario que
exista un proceso de urbanización. Tiene que producirse un distanciamiento
frene al paisaje para descubrirlo. Y las ciudades nicaragüenses de la época todavía eran incipientes, eran
centros a donde se encontraban los finqueros en el invierno.
Esto me explica algo que me ha llamado siempre la atención en Rubén
Darío como paisajista. Sus paisajes literarios, de Nicaragua y el trópico, son
algo esquemáticos, un poco rígidos y repetidos. Parece que formación pictórica
la realizó en Chile, donde predominaba el influjo del pintoresquismo romántico
de Fortuny del pompierismo francés de fin de siglo, aunque ya había tendencias
impresionistas. No encuentro en él un entusiasmo excesivo por los
impresionistas ni, mucho menos, después, por el cubismo, el expresionismo,
cuyas primeras luchas tienen que haber conocido pero sobre las cuales no
habla. Alguna vez pensábamos, con
Rodrigo Peñalba, en que alguien calificado, estudiara las ideas pictóricas de
Rubén. Una fuente importante está en la revista Mundial Magazine, donde muestra sus predilecciones plásticas, y la
cual requiere un estudio iconográfico. La colección completa está en el Banco
Central. Otra tiene José Jirón. Volvamos a este trabajo de Arellano, que tantas
inquietudes despierta.
JUAN BAUTISTA CUADRA Y LOS PRIMEROS DECENIOS DEL SIGLO
XX
En la pintura del primer tercio del siglo XX, el primero es Juan
Bautista Cuadra, pintor leonés. Su arte significa un enorme avance. Supera a
sus predecesores, pero los continúa. Con el retrato, por ejemplo. Los supera en
variedad, que dota sus modelos de una suave tristeza o de expresiones que
recuerdan a Goya. Hay el temperamento de un romántico en Cuadra. Cultiva el
paisaje, por influjo literario, me imagino, por haber visto cuadros europeos
que traerían las familias burguesas que realizaban el inevitable viaje a París.
No veo influencias del pompierismo en él, tan caro a la burguesía de fin del
siglo y comienzos del presente: figuras de emperadores y guerreros antiguos, odaliscas, príncipes
musulmanes, etc. Nada de eso hallamos en Cuadra: sólo una sensibilidad
impresionista y romántica, un acercamiento penetrante a la sicología de sus
personajes, que ahora enfoca fuera de la rigidez de un Toribio Jerez,
directamente en el rostro del retratado.
Todo un grupo de pintores se forma en torno a Cuadra, en León, nos
informa Arellano (Pág. 25). Me llama la atención uno: Pastor Peñalba que
entiendo es el padre Rodrigo Peñalba. Otros nombres: A. González y Moncada, que
no sé si será el mismo que fue secretario de Augusto C. Sandino. Se produce en
realidad, a comienzos del siglo una floración de pintores, venidos de todos los
ámbitos del país: Segundo Almanzor de la Rocha, granadino, formado en Alemania;
Bonifacio Sandoval, chinandegano, estudiante en Francia; en fin, pintores de
Jinotega, Masaya y otros lugares. A Alejandro Alonso Rochi, a quien podríamos
llamar un impresionista moderado, sobresaliente en sus exquisitos cuadros de
flores, dedica Arellano un capítulo especial, lo mismo que a Rogerio de la
Selva, cuyas tallas policromadas más bien lo ubican en la línea de la nueva
plástica mexicana.
LA GENERACIÓN VANGUARDISTA
Y
llegamos a una época decisiva en el desarrollo histórico social de Nicaragua.
Son los años veinte, el período inmediatamente posterior a la Primera Guerra
Mundial, que se caracteriza por fuertes crisis económicas, trastornos sociales,
la Guerra Sandinista, la Intervención Americana. Y en arte, por el
expresionismo que se canaliza en diversas tendencias de vanguardia.
Época contradictoria y confusa es esta. Pues si bien un grupo de
escritores y artistas asume decisivamente las ideas de renovación, ellos son
todavía muy jóvenes, y deben convivir, o
enfrentarse con representantes de las corrientes tradicionales que venían de comienzos
de siglo: romanticismo, impresionismo, modernismo.
Es lo que estudia Arellano en este período. Destaca a Joaquín Zavala
Urtecho, el pintor y dibujante profesional del grupo de vanguardia granadino.
Hombre de múltiples actividades e iniciativas, es quien realmente educa el
gusto de su generación en las nuevas formas. Sus caricaturas y xilografías, publicadas en
periódicos y revistas, contribuyen a formar una nueva sensibilidad frente al
arte. Señala Arellano además el influjo de Enrique Fernández Morales, a quien
rinde un merecido como “introductor bibliográfico del arte moderno en nuestro
medio”, “revaluador de la tradición artística nacional –casi perdida y
olvidada— al reunir muestras de imaginería
pinturas coloniales y decimonónicas”, como gestor de vocaciones
artísticas” (Página 32).
En la sección siguiente, “Artistas tradicionales del siglo XX”, estudia
Arellano a varios pintores que prosiguen la tradición impresionista,
romántico-realista que había inaugurado Cuadra. Menciona también a algunos
“aficionados” como Carlos Molina Argüello, con sus paisajes ocasionales”, y yo
agregaría a Mariano Fiallos Gil, del cual se conservan paisajes leoneses, de
segura mano, buen colorido y sentimiento. De todo este grupo, parece ser Rubén
Cuadra Hidalgo, el más importante. Sobre todo, por la labor docente que ha
realizado en León.
LA ECLOSIÓN PICTÓRICA DEL MEDIO SIGLO LA ESCUELA DE
PEÑALBA
La segunda gran sección del trabajo de Arellano, se titula “Desarrollo
contemporáneo”. Está dedicada a la labor cumplida por Rodrigo Peñalba y a los
pintores de Bellas Artes, por él fundada, se formaron.
“Nuestro primer pintor moderno es, sin duda alguna Rodrigo Peñalba”,
dice Arellano (p. 39). Pero ¿qué quiere decir pintor moderno? Yo entiendo por ello (Perdóneseme, no soy
especialista), a un pintor formado en una academia o taller, donde se ha
prestado atención a los aspectos anatómicos, al dibujo, a la perspectiva, a la
teoría del color, a la historia y a la apreciación artística, sometido a la
vigilancia de uno o varios maestros, de compañeros, igualmente preparados, por
varios años. Esta es la suerte que tuvo Nicaragua con la llegada de Peñalba.
Nacido en 1908, de familia de tradición plástica leonesa, había pasado gran
parte de su juventud estudiando en academias de España, Italia y Estados
Unidos. Un total de quince años o más años. Trajo una sensibilidad entrenada,
una cultura sólida, una ejercitación técnica y práctica segura (el pintor es un
artesano, en gran medida), una metodología.
Es lo que introdujo en su Escuela Nacional de Bellas Artes, que funda en
1948. Estableció la noción fundamental de que la pintura o la escultura es un
oficio, como se dice ahora, de tiempo completo. En él, para desarrollar tarea
seria, hay que ser profesional, abandonar el diletantismo. Ejercicios rigurosos de academia, exploración
sistemática de las capacidades de cada cual, ensayo de formas y procedimientos,
hasta encontrar cada uno su camino, su propia vía de creación. Disciplina,
dentro de la libertad, he ahí la clave de su método y de su éxito. No impuso,
pues, sus propias inclinaciones artísticas: formó pintores, escultores, no creó
una “escuela”.
DIVERSIDAD ESTÉTICA DEL GRUPO
Por eso, lo primero que llama la atención en todos los pintores de este
grupo, es su diversidad. Cada uno ha seguido su personal estética. En técnica,
en concepto de la composición y del cuadro, en el valor del colorido y del
dibujo, en fin, en el tratamiento de lo que Barthez llamaría los signos
pictóricos. Se parecen, sí, en una cosa. En su preocupación por expresar la
realidad nicaragüense. Es el camino que enseñó Peñalba para alcanzar lo
universal: partir de lo particular nacional.
LA LECCIÓN DE PEÑALBA
Es interesante reproducir (y esta reseña se alarga), una cita que trae
Carlos Alemán Ocampo en un trabajo inédito sobre el desarrollo de la pintura
nicaragüense y que reproduce Arellano en página 42: “Peñalba –se leía en La Nueva
Prensa de agosto 1948— los conduce a veces de la mano y mostrándoles con el
índice de su mano la línea del horizonte, los cerros que se levantan en la
apenas visible ribera izquierda, los colores violentos con que se arrebola la
tarde y la franja verde de la cercana ribera, les dice: Esto es lo que yo
quiero de ustedes: que pinten lo que es propio de nuestra tierra. Yo quiero que
ustedes piensen, sientan y vean con sentido de nuestra propia raza”. Nobilísimas
palabras del maestro, que deberían inscribirse con letras de oro en todas
nuestras escuelas: es el estudio de la realidad nacional el camino para universalizarse.
EL GRUPO DE PINTORES
Lo que sigue es historia contemporánea. Todos hemos asistido al
crecimiento de este grupo de pintores. Hemos visto la aparición de “Praxis”, la
fundación de galerías y talleres. El artista pintor y escultor es hoy un profesional.
Pocos aceptan algún trabajo marginal (profesorado, por ejemplo). La mayoría son
pintores de jornada completa. En la sección tercera, titulada “Nuestra
simpatías y diferencias”, dedica Arellano estudios especiales a algunos
pintores de estas generaciones: Armando Morales, Alejandro Aróstegui, César
Caracas, Omar D´León, Leoncio Sáenz, Leonel Vanegas, Orlando Sobalvarro, César
Izquierdo, Genaro Lugo, Dino Aranda, Alberto Ycaza, Bernard Dreyfus, Rolando
Castellón, Carlos Montenegro, Silvio Bonilla, Bayardo Gámez, Róger Pérez de la
Rocha, Leonel Cerrato y otros más jóvenes. Muchos de ellos, como hemos dicho,
han conquistado consagración internacional.
EL TRASFONDO SOCIAL
Esta exposición artística de Nicaragua coincide con la expansión
económica a raíz del cultivo del algodón. La burguesía se nutre de nuevas
capas, se enriquece, tiene dinero para invertirlo en arte.
En este aspecto, es decisiva la influencia de personalidades que
orientaron el gusto público. No se entendería este auge artístico sin la
prédica constante de Pablo Antonio Cuadra en LA PRENSA en donde ha dado a todos
acogida. Tampoco sería explicable, sin ciertas iniciativas como la de Guillermo
Rothschuh Tablada, director a la sazón del Goyena, que encomendó a Francisco
Pérez Carrillo y César Caracas que pintaran murales en el viejo Goyena (que
causaron escándalo en su tiempo y que destruyó el terremoto). Iniciativa que
hoy imitan los bancos y las grandes casas comerciales. El arte decora y
condecora la posesión y el poder. A lo mismo obedece el afán coleccionista de
los particulares que, además de juntar “antigüedades”, objetos coloniales y
cerámica indígena, compran cuadros, los exhiben y se enorgullecen de ellos. La
plástica se introduce y muchas veces da sentido a la vida cotidiana de nuestra
burguesía y hasta nuestra incipiente clase media. Diariamente veo una estatua
(¿reproducción de una griega?), de una mujer, sobresaliendo en un jardín
pequeño de mi barriada.
LA ESCULTURA
En la “Reseña de la escultura”
estudia las manifestaciones escultóricas en Nicaragua, desde la época colonial
hasta nuestros días. No registra Arellano, y lo sentimos, las esculturas
indígenas en piedra, cuyos magníficos exponentes estuvieron en la entrada del
antiguo Colegio Centroamérica (Ignoro su destino actual). Revisa la imaginería
colonial, se detiene en los escultores Antonio Sarria, Jorge Navas y Roberto de
la Selva, para llegar a Edith Grön, Fernando Saravia, y señalar los trabajos de
Ernesto Cardenal, Noel Flores, Leoncio Sáenz, Sobalvarro, Silvia Díaz, Pablo
Vivas y otros.
La escultura es arte monumental, cercanamente unido a la arquitectura.
Es decir, el escultor depende en mucho de los encargos que le hagan los poderes
públicos o las grandes instituciones privadas. En ese aspecto no observamos un
progreso. Será que la escultura no ha sido puesta de moda por los modernos
“decoradores de interiores”, que prefieren objetos de bric-a-brac traídos de
Estados Unidos o Europa, antes que una escultura nacional.
En este aspecto es justo mencionar también la labor pionera realizada
por Guillermo Rothschuh Tablada, quien fue el primero en comprender el impacto
educativo que tiene para el pueblo la escultura. Ya en 1956, encargó a Edith
Grön la estatua de Andrés Castro, que hoy se ubica a la entrada del camino que
conduce a San Jacinto. No veo yo ahora que las Universidades (Mariano Fiallos
Gil si impulsó ese arte), ni los grandes bancos, ni los grandes edificios
contemplen lo escultórico como parte integral de sus complejos arquitectónicos.
Nada observo en Metrocentro, por
ejemplo. Ahora en las escuelas ni siquiera se encuentran las cabezas de Rubén
Darío que modeló Edith Grön.
El trabajo de Arellano, terina en dos secciones más, una “Bibliografía
de la pintura y la escultura en Nicaragua”, un trabajo monográfico sobre
Roberto de la Selva (1895-1957), y otro sobre Ramem. Al final, se agregan
reproducciones de cuadros importantes.
EL MENSAJE DEL LIBRO
Largamente nos hemos extendido en la reseña de ese trabajo de Arellano.
Su importancia lo amerita. Ahora, ¿qué nos queda de la lectura de esta obra? Es
un sentimiento de placer, de alegría. Alegría de palpar cómo, pese a las
estrecheces y a las limitaciones de toda suerte, se van imponiendo nuevas
actividades y formas culturales. Contemplar cómo el hombre va construyendo su
destino, pese a todo, es siempre algo que admira y complace. Así ocurre con
esta presentación de la evolución plástica de Nicaragua. Asistimos a lo que
llamaría Wolfflin, “la génesis de la visión moderna en Nicaragua. A un
paulatino descubrimiento de la realidad nacional y a la formación de una conciencia artística
que lentamente se va apropiando de ella, la va trabajando, interpretando su
sentido, para trasladarlo a los signos pictóricos. Se ha ido formando una
“teoría plástica” nacional, que mantiene estrecha relación con el proceso que
ha sufrido la literatura.
NECESIDAD DE MÁS ESTUDIOS ESPECIALISTAS
No somos especialistas en crítica de arte. Por eso no quisimos emitir
apreciaciones sobre la obra de los pintores contemporáneos. Esto mismo, nos
hace pensar en la necesidad que hay de formar críticos capacitados en crítica e
historia del arte. Hay ambiente, capacidad y gente interesada. Este programa lo
podrían asumir, en forma conjunta, las Universidades y la Escuela Nacional de
Bellas Artes. Se necesita una legión de críticos que asuman la tarea de
realizar monografías sobre estos grandes pintores que está produciendo
Nicaragua. Estudios monográficos sobre períodos enteros de los que sabemos muy
poco. Análisis estilísticos de grupos, generaciones y tendencias. En fin, toda
una labor que venga a completar esta magnífica obra que
nos entrega Arellano.
Y RECOMENDACIONES FINALES
Es justo felicitar a las autoridades del Banco Central por haber
patrocinado la publicación de este libro. Al Dr. Roberto Incer Barquero y al
Dr. Noel Lacayo Barreto, Director del
Boletín Nicaragüense de Bibliografía y Documentación, que llega a su número vigésimo,
donde le dio cabida. Es recomendable que este libro sea editado como obra
independiente, con el mayor número posible de reproducciones en color. La
trascendencia de esta obra lo exige, y
los recursos del Banco lo hacen factible.
Por último, que se publiquen los trabajos inéditos sobre historia del
arte nacional, que tienen escritos Carlos Alemán Ocampo y Enrique Fernández
Morales, según nos informa Arellano. Los necesita la cultura nacional.
Recinto Universitario “Rubén Darío”, mayo de 1978.
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