Las intentonas, experimentos, ensayos,
aventuras de modernización artística, del apostolado
laico de Rodrigo Peñalba, en la Escuela Nacional de Bellas Artes, encontraron
relevo y continuaciones imprevistas en los miembros de unas pandillas de
aprendices juveniles, ansiosos por alardear de rompedores de normas, costumbres
y preceptos. Muchachos agresivos, malencarados, además de pobres, dispuestos a
mostrar modales bruscos y hacer gala de un vocabulario visual denunciador de la
violencia ambiental, preconizador de rebeldías y rupturas.
A uno de esos grupos pertenece Leonel
Vanegas.
Porque había junto a otros grupos más
dóciles de estudiantes, digamos, algunos que habían resolvido (sic) llevar la
contraria a las enseñanzas y métodos de los pintores pedagogos. En uno de esos
grupos, fíjese usted en uno flaco, desgreñado y trompudo, ese es Vanegas.
Aunque siempre aparece junto a otros, tiene usted razón. Con la diferencia que
él siguió la guerra hasta el final. Hasta una semana antes de su muerte que fue
la última vez que lo visitamos. Su ámbito de significación trasciende a las
intenciones de cualquiera de los grupos a los cuales pudo pertenecer. Muerto
aparte. Hay que examinarlo por separado, no encasillarlo en los esquemas de
grupo y generación.
Mientras los otros podrían haber
evolucionado de manera más mansa. Apostando a afirmarse en un lenguaje menos
bronco, más peinado, más de saco y corbata. Lo que pasa es que uno no dice
nada. Y por lo regular estos asuntos no se discuten en las tertulias “cultas”
de esta orilla del lago.
Él fue sin discusión alguna el más atrevido
de todos los de esa especie de sindicato de buscapleitos que fundaron después,
en la avenida Bolívar, algunos exalumnos de la Escuela Nacional. En su
evolución personal, junto con las fases cimeras, junto con los períodos de
mayor madurez de Vanegas, la pintura nacional alcanza una alta cifra de
significación. No contabilizada todavía, recesiva aún en las profundidades
indecifradas (sic) de su ser.
Porque las “rupturas” de todo el grupo
pudieran leerse también con una lógica de enroque, de emboscada al caballo del
rey, de carambola y palo, de fielder choice, y out forzado en home.
“Además”, me argumentará usted: “la ruptura
de Vanegas y sus coetáneos se traduce apenas en un traslado entre sistemas de
orbitación, en un golpe tardío de brújula, en un desplazamiento tardío de fuentes
umbilicales. Las vanguardias europeas de finales de siglo, habían sido todavía
novedad en Rodrigo Peñalba. Con Leonel Vanegas y su combo, en cambio suena un timbre, la
información está fluyendo ahora con mayor velocidad. El hervidero mayor de concepciones
contemporáneas se ha desplazado a Nueva York”.
Vanegas existe, fuertemente. Vanegas no fue
apenas una quimera nuestra. No es que se nos hubiera antojado que existiera uno
parte de los otros, inconforme con todo y con todos, huraño en la suma de los
otros, rareza de sus señales. Vanegas es un monstruo de cuatro cabezas. Hay un
Vanegas mal bozaleado, tromponero, indomesticable, feroz. Un Vanegas incisivo y
premolar que rasga y tritura, matarife, cirujano que va despiadadamente a
fondo. Donde más le doliera al animal melancólico de la realidad xolotlana.
Existe otro Vanegas hermético, retrancado, inexpugnable. Aunque buscando,
buscando encuentra uno a un Vanegas dialogador, asimilador, receptivo, pero
también argumentador, demostrador paciente. Y
existe siempre otro que se queda callado, que se traba en lucha contra
sus tripas, como quien abarca, aprieta y despluma al mismísimo ángel de Jacob.
Pero todos los Vanegas son uno que afirma
tercamente una verdad, de su evangelio particular, sin ningún disimulo
académico.
Leonel Vanegas irrumpe grosero, cruel,
inmisericorde, en las costumbres visuales de las mansas tribus xolotlanas.
Estallido de lenguajes inusitados, abstraccionismo, impresionismo abstracto,
arte matérico, collage, arte de la pobreza. Opciones que implican renuncia al
colorido impresionista, al furor del incipiente tropicalismo. Vanegas asume
como regla de silencio una feroz austeridad de color. Inventa las imágenes
inaugurales de un estado ánimo básico de nuestra nacionalidad. Un contracolorido
tendiente a lo sombrío, a los contrastes más simples y crudos. Pero todo además
está regido por una fuerte intuición experimental, de aventura, de ensayo,
tentativa. Y por una franca voluntad de ruptura, de reafirmar plásticamente el
acta de la independencia de Centroamérica.
En cambio, renuncia a toda una metodología,
a todo un sistema de técnicas de ejecución y de expresión. Y arroja por la
borda toneladas de sentimentalismo. Lo que pareciera arrastrarlo a él y a sus
socios hasta cierto extremismo de signo contrario. En muchos momentos sus
pinturas van a arañar unos ápices de perspectiva sombría, tenebrista. Si bien
se trata de una oscuridad puramente formal, porque por el contrario el
vocabulario esencial de la pintura nicaragüense simplifica en extremo; las
significaciones son inusitadas, pero en compensación son no sólo directas, sino
impertinentes, conflictivas, incómodas. Apuntan a los flancos flacos de la
conciencia social, cuestionan, ponen en entredicho los valores, las sacrosantas
costumbres del vecindario.
Su repercusión fue inmediata y efectiva. No
que Vanegas influyera apenas en sus compañeros del grupito de la avenida
Bolívar ni apenas en otros pintores más alejados de su vecindario, sino que
impacta al conjunto. Raja con todo. Su fidelidad a una disciplina plástica de
ascetismo feroz, su intransigencia, su anticonvencionalismo, su radicalidad, no
pueden menos que impactar a sus colegas de oficio. Su desprendimiento, su
franqueza contundente, cortopunzante, afectan el lenguaje de sus contemporáneos.
La pintura nicaragüense durante los años de madurez de Vanegas, vive una hora
pico de austeridad y ascetismo, de pujanza inaugural, de cruda franqueza, de
opción histórica y compromiso social, de consciencia crítica.
Hay mucho de raro en esos espacios
visuales, en esas señales orgánicas que Vanegas sembró en el paisaje xolotlano.
El dibujo nunca había tenido en esta provincia una elasticidad tan
voluntariamente demorada, pero tampoco una lupa tan fuerte y exacta para
ampliar un detalle mínimo hasta el umbral de signo capaz de cifrar una
significación relativamente total. Tampoco se encuentra en otra parte esa
austeridad cromática, esa densidad ambiental de helada paleontología. Nunca
tuvimos en ningún otro lugar una zona de equilibrio mejor perfilada entre los
reñidoramente contemporáneos y nuestros oscuros resabios tribales… nuestras
profundidades ancestrales recesivas. Me parece a mí. El único, el verdadero
arqueólogo del inconsciente colectivo entre nosotros ha sido Leonel Vanegas
Bienaventurado sea el invivible, el
insufrible, el recalcitrante, el inconsecuente.
Bendito el hereje, sus basílicas invisibles
y sus genealogías y parentelas en el espíritu.
Escombros y arenales del Xolotlán
Octubre
del 96
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