En el panorama de las artes plásticas
nicaragüenses, que podríamos llamar jóvenes, pues apenas cuentan con unas tres
décadas de labor, incluyendo el aprendizaje, los años de estudio y el
posesionamiento de las distintas técnicas, Sergio José Velásquez (Managua, 30
de marzo 1955) se localiza entre aquellos artistas que asumen la tradición de
la pintura nicaragüense, ahora cuando está de moda el arte conceptual, las
instalaciones, el objetismo, etc.
Velásquez, haciendo converger en sus
lienzos cuatro elementos desarrollados con líneas, colores, perspectivas y
volúmenes, logra expresar su subjetividad o mundo interior propio.
Primero: El personaje femenino obeso de
claro origen popular, vivanderas, cuyos brazos, abdomen, mamas y caderas,
constituyen una celebración de la sensualidad, algo que hemos llamado la
estética de la tinaja. Ollas cinerarias, tinajones para guardar el agua,
vientres de barro, útero de la tierra.
Segundo: La fisonomía de ese mismo
personaje femenino, a veces muy idealizada, pero con una visión y ejecución más
realista y recreadora de los rasgos mestizos y americanos. Bocas y labios
sensuales, mejillas como comales... O sea, que Velásquez también explora el
retrato nicaragüense que desde el siglo XIX hasta Róger Pérez de la Rocha
(1949) en el XX, pasando por el maestro Rodrigo Peñalba (1908-1979) significan
una constante en la plástica nacional.
Tercero: Este grupo de mujeres, o una sola
figura, aparece recostada o ubicada sobre el paisaje nicaragüense representado
por lagunas, lagos y volcanes –como en Alejandro Aróstegui- y en relación con
objetos, como los metates o piedras de moler, las ollas y otros utensilios y
las frutas, estableciéndose así analogías entre el cuerpo femenino, lozano,
exuberante, redondo y la fecundidad y domesticidad tropical.
Y, Cuarto: Toda esta escenografía y
personaje, están sometidos a unas luces artificiales que irradian desde los
volúmenes y en el centro de la figura congregada; dichas luces nos evocan ya
desacralizados y perdidos en el tiempo, quizá rituales religiosos en torno a
las hogueras o el fuego de las tribus primitivas. Hay una nostalgia de ese
mundo y de esa luz primitiva y primaria en Velásquez, como si aún de noche las
mujeres echadas sobre la tierra explayaran su laxtitud o durmieran una siesta sudorosa.
Con estos cuatro elementos Sergio Velásquez
ha venido configurando su código que se relaciona tanto con el realismo como
con el ensueño, el neosimbolismo.
No es gratuito esta celebración de la mujer
y del volumen maternal porque Velásquez remonta sus orígenes a la cultura
chorotega, que era un matriarcado; en su imaginario la abuela-la
mujer-madre-hija-diosa de la fecundidad, era la gran divinidad y a su vez la
intérprete del mensaje de los teotes para los pueblos que circundaban la laguna
y el volcán de Masaya.
La memoria de Sergio Velásquez es de Masaya
y ese personaje femenino y el fuego del volcán tutelan su creación pictórica.
Esta exposición personal suya, Centro
Cultural Managua, Sala “Gerónimo Ramírez Brown”, después de muchas exposiciones
colectivas dentro y fuera del país y después de tanto sol o luz, es la primera
exposición individual en Nicaragua y se titula “Nocturno”.
Centrado siempre en sus reuniones de
mujeres en espacios míticos y geológicos, pero por ser la primera individual,
el pintor ha querido mostrar otros paisajes, precisamente uno de ellos sobre el
volcán Masaya y el cráter del Santiago humeantes, personajes del deporte
nacional en plena faena, de factura realista y aún un par de abstractos “Fiesta
Taurina” y “Radiografías”, para ilustrar su proceso, sus intereses, los
vaivenes de su producción y por tanto, la heterogeneidad de un artista moderno.
Pero insisto, Velásquez está en las
vísperas de la articulación de su código, de la codificación de su obra.
Aún en estos nocturnos urbanos, plazas o
mercados de la ciudad, priman estos elementos definitorios, la mujer, el
paisaje y la luz, en un artista, si joven, en el esplendor de su primera
madurez.
Managua, 17 de mayo 2004
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