miércoles, 30 de julio de 2014

Crítica pictórica EL GÜEGÜENCE EN TAGÜE. Por: Jorge Eduardo Arellano. En: LP. 11 de diciembre de 1976.


La exposición que sobre El Güegüence organizó Merceditas Gordillo en la “Galería Tagüe”, con motivo de su segundo aniversario, es una de las más significativas de nuestra pintura contemporánea. En ella, los pintores –o varios de los principales—confirmaron dos logros definitivos. El primero fue el dominio absoluto del color.

No deja de tener importancia señalar esto porque nuestros pintores aceptaron por norma creadora, durante la década de los sesenta y parte de la siguiente, la búsqueda de un nuevo colorido basado en una gama austera, metálica, violenta y férrea, con tendencia a la monocromía y dentro de una atmósfera oscura. Y aunque esa actitud fue superada hace pocos años, tanto a nivel colectivo como individual, hasta ahora se ha desplegado con segura firmeza en una exposición.

En ese sentido, cada uno de los cuadros presentados por Leoncio Sáenz es una fiesta de color; titulado precisamente “La fiesta de Diriamba” (185 x 124 c/u), este díptico reúne el mayor número de tonos posibles integrados en un movimiento bailable, que se observa en todo el contexto y concretamente en la iglesia y las casas, los ejecutores del “Toro-huaco” y el paisaje. Lo que Sáenz elude en el tema: la obra El Güegüence que sólo muy lejano e indirectamente se vincula a la fiesta patronal diriambina; pero no olvidemos que él fue el primero en enfrentarlo y, desde luego,  su máximo dibujante hasta el agrado de tener un imitador pictórico feliz: Alejandro Canales.

El segundo logro confirmado es la compenetración con un elemento de la identidad nacional, a la que también se han dirigido ampliamente nuestros pintores en los últimos años. Por eso concibieron el tema no como algo propuesto en forma circunstancial, sino como una tarea ineludible, como una prueba de fuego que pasaron sobre todo Alejandro Aróstegui, Alberto Icaza y Carlos Montenegro.

Los dos “Macho Ratón” (123 x 124 c/u) de Aróstegui, en posiciones variadas, fueron tratados como lo sabe hacer este gran pintor, con acertada sobriedad. Los colores, el dibujo y la composición –llevando de trasfondo el horizonte volcánico de Nicaragua—tienen esa marca. Pero su revelación fue “El Güegüense” (185 x 124), verdadero retrato del mestizo que se da en el rostro “ladino” y en las manos: una sosteniendo la máscara española –que refleja la cultura impuesta por el conquistador—y la otra haciendo la “guatuza”, es decir: rebelándose contra la imposición cultural que lo ha creado: contra sí mismo.

Más libre y subjetiva es la interpretación del tríptico de Icaza (270 x 70); un conjunto plegable –como el de la bambalina--, rico en sugerencias, con un significado predominantemente prehispánico, expresado en las fuertes, negras y pétreas texturas de los petroglifos que representa. Con ello, el pintor nos recuerda el origen indígena de la obra, o mejor dicho, su estructura convergiendo ligeramente con la tradición peninsular; así lo hace ver al conseguir un efectivo contraste con las máscaras españolas –casi de seda de tan vivas—enmarcadas en una especie de ventana. Según esta interpretación, la riqueza teatral de El Güegüence —hondamente aborigen— apenas participa del elemento hispánico.

Por su parte, Carlos Montenegro vio en esta ocasión una oportunidad más para profundizar en el alma americana –como él afirma—o nicaragüense, que sería menos impreciso. Porque “El Güegüense” es toda una penetración psicológica en el personaje, viejo de risa malévola; “El Alguacil”, una recreación fiel del saludo formalista; “El Gobernador Tastuanes”, una representación de la orondez cortesana, y “Don Forsico y las doncellas”, una escena colectiva vitalmente popular pocas veces vista y provista de un sentido picaresco único. Con una dimensión de 103 x 74, los cuatro poseen la perfección detallista que nos remonta al pasado ya característica de Montenegro.

Sobre los otros expositores, tenemos poco que decir: Sobalvarro y su rimo envolvente en “Güegüence o Macho Ratón (96 x 62) no aporta ninguna idea interpretativa de la obra, lo mismo Omar DLeón, quien yerra en “El camalerón del Güegüense” (96 x 62) al preferir un modelo de raza negra que parece afroantillano antes que negroide nicaragüense. Sin embargo, DLeón mantiene su delicadeza poética en “Suche Malinche” (37 x 26) y la proyección de su yo en “El nefasto Macho Ratón” (96 X 62).

Y en cuanto a las expositoras, tampoco hay enfrentamiento directo, sino alusiones tangenciales e ingenuas a la obra, aunque bien realizadas.

El Güegüence, pues, tiene ya sus intérpretes plásticos. Y, al menos tres de ellos, excelentes.  

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