lunes, 28 de julio de 2014

LEONEL VANEGAS O: PLANOS PARA UNA BASÍLICA DE NUESTRA SEÑORA DE LOS HEREJES. Por: Pedro León Carvajal (Álter ego de Donaldo Altamirano López). Noviembre de 1996.

Las intentonas, experimentos, ensayos, aventuras de modernización artística, del apostolado laico de Rodrigo Peñalba, en la Escuela Nacional de Bellas Artes, encontraron relevo y continuaciones imprevistas en los miembros de unas pandillas de aprendices juveniles, ansiosos por alardear de rompedores de normas, costumbres y preceptos. Muchachos agresivos, malencarados, además de pobres, dispuestos a mostrar modales bruscos y hacer gala de un vocabulario visual denunciador de la violencia ambiental, preconizador de rebeldías y rupturas.

A uno de esos grupos pertenece Leonel Vanegas.

Porque había junto a otros grupos más dóciles de estudiantes, digamos, algunos que habían resolvido (sic) llevar la contraria a las enseñanzas y métodos de los pintores pedagogos. En uno de esos grupos, fíjese usted en uno flaco, desgreñado y trompudo, ese es Vanegas. Aunque siempre aparece junto a otros, tiene usted razón. Con la diferencia que él siguió la guerra hasta el final. Hasta una semana antes de su muerte que fue la última vez que lo visitamos. Su ámbito de significación trasciende a las intenciones de cualquiera de los grupos a los cuales pudo pertenecer. Muerto aparte. Hay que examinarlo por separado, no encasillarlo en los esquemas de grupo y  generación.

Mientras los otros podrían haber evolucionado de manera más mansa. Apostando a afirmarse en un lenguaje menos bronco, más peinado, más de saco y corbata. Lo que pasa es que uno no dice nada. Y por lo regular estos asuntos no se discuten en las tertulias “cultas” de esta orilla del lago.

Él fue sin discusión alguna el más atrevido de todos los de esa especie de sindicato de buscapleitos que fundaron después, en la avenida Bolívar, algunos exalumnos de la Escuela Nacional. En su evolución personal, junto con las fases cimeras, junto con los períodos de mayor madurez de Vanegas, la pintura nacional alcanza una alta cifra de significación. No contabilizada todavía, recesiva aún en las profundidades indecifradas (sic) de su ser.

Porque las “rupturas” de todo el grupo pudieran leerse también con una lógica de enroque, de emboscada al caballo del rey, de carambola y palo, de fielder choice, y out forzado en home.

“Además”, me argumentará usted: “la ruptura de Vanegas y sus coetáneos se traduce apenas en un traslado entre sistemas de orbitación, en un golpe tardío de brújula, en un desplazamiento tardío de fuentes umbilicales. Las vanguardias europeas de finales de siglo, habían sido todavía novedad en Rodrigo Peñalba. Con Leonel Vanegas y  su combo, en cambio suena un timbre, la información está fluyendo ahora con mayor velocidad. El hervidero mayor de concepciones contemporáneas se ha desplazado a Nueva York”.

Vanegas existe, fuertemente. Vanegas no fue apenas una quimera nuestra. No es que se nos hubiera antojado que existiera uno parte de los otros, inconforme con todo y con todos, huraño en la suma de los otros, rareza de sus señales. Vanegas es un monstruo de cuatro cabezas. Hay un Vanegas mal bozaleado, tromponero, indomesticable, feroz. Un Vanegas incisivo y premolar que rasga y tritura, matarife, cirujano que va despiadadamente a fondo. Donde más le doliera al animal melancólico de la realidad xolotlana. Existe otro Vanegas hermético, retrancado, inexpugnable. Aunque buscando, buscando encuentra uno a un Vanegas dialogador, asimilador, receptivo, pero también argumentador, demostrador paciente. Y  existe siempre otro que se queda callado, que se traba en lucha contra sus tripas, como quien abarca, aprieta y despluma al mismísimo ángel de Jacob.

Pero todos los Vanegas son uno que afirma tercamente una verdad, de su evangelio particular, sin ningún disimulo académico.

Leonel Vanegas irrumpe grosero, cruel, inmisericorde, en las costumbres visuales de las mansas tribus xolotlanas. Estallido de lenguajes inusitados, abstraccionismo, impresionismo abstracto, arte matérico, collage, arte de la pobreza. Opciones que implican renuncia al colorido impresionista, al furor del incipiente tropicalismo. Vanegas asume como regla de silencio una feroz austeridad de color. Inventa las imágenes inaugurales de un estado ánimo básico de nuestra nacionalidad. Un contracolorido tendiente a lo sombrío, a los contrastes más simples y crudos. Pero todo además está regido por una fuerte intuición experimental, de aventura, de ensayo, tentativa. Y por una franca voluntad de ruptura, de reafirmar plásticamente el acta de la independencia de Centroamérica.

En cambio, renuncia a toda una metodología, a todo un sistema de técnicas de ejecución y de expresión. Y arroja por la borda toneladas de sentimentalismo. Lo que pareciera arrastrarlo a él y a sus socios hasta cierto extremismo de signo contrario. En muchos momentos sus pinturas van a arañar unos ápices de perspectiva sombría, tenebrista. Si bien se trata de una oscuridad puramente formal, porque por el contrario el vocabulario esencial de la pintura nicaragüense simplifica en extremo; las significaciones son inusitadas, pero en compensación son no sólo directas, sino impertinentes, conflictivas, incómodas. Apuntan a los flancos flacos de la conciencia social, cuestionan, ponen en entredicho los valores, las sacrosantas costumbres del vecindario.

Su repercusión fue inmediata y efectiva. No que Vanegas influyera apenas en sus compañeros del grupito de la avenida Bolívar ni apenas en otros pintores más alejados de su vecindario, sino que impacta al conjunto. Raja con todo. Su fidelidad a una disciplina plástica de ascetismo feroz, su intransigencia, su anticonvencionalismo, su radicalidad, no pueden menos que impactar a sus colegas de oficio. Su desprendimiento, su franqueza contundente, cortopunzante, afectan el lenguaje de sus contemporáneos. La pintura nicaragüense durante los años de madurez de Vanegas, vive una hora pico de austeridad y ascetismo, de pujanza inaugural, de cruda franqueza, de opción histórica y compromiso social, de consciencia crítica.

Hay mucho de raro en esos espacios visuales, en esas señales orgánicas que Vanegas sembró en el paisaje xolotlano. El dibujo nunca había tenido en esta provincia una elasticidad tan voluntariamente demorada, pero tampoco una lupa tan fuerte y exacta para ampliar un detalle mínimo hasta el umbral de signo capaz de cifrar una significación relativamente total. Tampoco se encuentra en otra parte esa austeridad cromática, esa densidad ambiental de helada paleontología. Nunca tuvimos en ningún otro lugar una zona de equilibrio mejor perfilada entre los reñidoramente contemporáneos y nuestros oscuros resabios tribales… nuestras profundidades ancestrales recesivas. Me parece a mí. El único, el verdadero arqueólogo del inconsciente colectivo entre nosotros ha sido Leonel Vanegas

Bienaventurado sea el invivible, el insufrible, el recalcitrante, el inconsecuente.

Bendito el hereje, sus basílicas invisibles y sus genealogías y parentelas en el espíritu.

                                Escombros y arenales del Xolotlán

                                               Octubre del 96


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